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miércoles, 21 de abril de 2010

El Bicentenario y una nueva independencia

Decía Cristina este lunes en la Asamblea Nacional dela República Bolivariana de Venezuela:"El Bicentenario encuentra a América del Sur en una segunda independencia” y hace exactamente una semana atrás decía Carlos Girotti al respecto luego de la exposición de Alvaro garcía Linera en la Facultad de Derecho de la UBA

¿La segunda independencia será el poscapitalismo?

El pensamiento político y social latinoamericano ha tendido a caracterizar a la segunda independencia como a un tajo en la historia. De hecho, siempre se ha hablado de la segunda independencia como la “definitiva”. La primera habría sido un despunte, crucial pero incompleto, mientras que la segunda, cuando se concretase, vendría a llenar todos los vacíos sin excepción. Es como si una vez realizada esa segunda independencia no fuera necesaria una tercera ni una cuarta. La reciente visita a la Argentina de Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, o mejor dicho, su conceptualización sobre el Estado y la transición posneoliberal induciría a pensar lo contrario.

En una exposición tan académica como política, que le demandó poco menos de dos horas en la atiborrada aula magna de la Facultad de Derecho, García Linera resumió los trazos fundamentales de lo que adelantara en agosto de 2008 con su libro La potencia plebeya. Lo hizo con su ya proverbial capacidad didáctica y pedagógica, aquella que en los tiempos de la clandestinidad le valiera el nombre de Qhanachiri, que en aymara significa “el que clarifica las cosas”. Y, por cierto, las clarificó.

Su periodización de los tiempos de la crisis del Estado, entendida como una crisis orgánica a la usanza gramsciana, pone de relieve que a la debacle del neoliberalismo no le sucede, necesariamente, una etapa esencialmente socialista. La noción del posneoliberalismo, que su amigo y colega Emir Sader definiera que “no caracteriza una etapa histórica específica, diferente del capitalismo y el socialismo, sino una nueva configuración de las relaciones de poder entre las clases sociales”, le permite a García Linera decir que “la transición estatal se presenta como un flujo de marchas y contramarchas flexibles e interdependientes que afectan las estructuras de poder económico (…) la correlación de fuerzas políticas (…) y la correlación de fuerzas simbólicas”. Y lo de las contramarchas no es por acaso: “La transición estatal habla de la construcción de una nueva correlación de fuerzas o bloque dominante en el control de la toma de decisiones político-económicas del país, pero a la vez, de la persistencia y continuidad de antiguas prácticas, de antiguos núcleos de poder interno que reproducen aún partes del viejo Estado buscando restituirlo desde adentro”.

Pues bien, la realidad continental muestra que esta situación de marchas y contramarchas se corresponde, en términos de conjunto, con las diversas y particulares manifestaciones de la crisis del neoliberalismo en cada país. No se pasa de una vez y para siempre a una fase histórica superior; es más: hasta puede haber retroceso. Pero, en todo caso, el aporte de García Linera a una teoría de la transición es que ésta, en tanto que escenario persistente de disputas entre las antiguas formas de la dominación y la constitución dificultosa de una nueva fuerza social, supone un objetivo en sí mismo en el proceso de modificación sustancial de la correlación de fuerzas.

Dicho de otro modo: el afianzamiento del momento posneoliberal , su carácter transicional, se corresponde con una formación estatal que en su seno contiene los elementos antagónicos de la disputa. Aquí, en este punto, Álvaro García Linera no renuncia al aporte de Nikos Poulantzas: “El Estado es una condensación de la correlación de fuerzas entre las clases sociales”. Sin embargo, tampoco cae en el viejo y estéril “etapismo” de las izquierdas reformistas que, por hacer del Estado la tabla de medida de la totalidad social, nunca consiguieron combinar estratégicamente las nociones de reforma y revolución. Al contrario, García Linera destaca que la constitución de un nuevo bloque de poder se da tanto por dentro como por fuera de la estructura estatal, cala en lo más hondo de la estructura productiva y se proyecta, incluso, en las más diversas esferas simbólicas no necesariamente estatales.

Pero esta situación de permanente disputa no es ni puede ser para siempre. Hay un “punto de bifurcación”, dice el revolucionario boliviano, “es un momento donde se tienen que exhibir desnudamente las fuerzas de la sociedad en pugna (…) donde las antiguas fuerzas asumen su condición de derrota o donde las nuevas fuerzas ascendentes asumen su imposibilidad de triunfo y se repliegan”. Aquí, en esta definición, resuena la teoría leninista de la crisis aunque, en verdad, todo lo que hace García Linera es focalizar esa teoría en el período actual y, al hacerlo, interpela a la anomalía latinoamericana, a la excepcionalidad histórica que configura la emergencia de diversos gobiernos posneoliberales asentados –en más o en menos, según el caso– en nuevas fuerzas sociales ya desplegadas o en su posibilidad de constitución.

Cuando este columnista, disfrutando a pleno del privilegio de conversar con García Linera durante su última hora en Buenos Aires, le preguntó si creía que “el punto de bifurcación” era visible o estaba próximo a serlo en todo el continente, la respuesta alumbró otro horizonte. “El humor general de la época –dijo– apunta hacia más procesos de posneoliberalismo en nuestras sociedades, pero eso va a tardar, como mínimo, una década o poco más. Y en ese lapso habrá idas y venidas”.

Es decir, pareciera que una correcta teoría de la transición entre la brutal hegemonía del neoliberalismo y un período de pleno afianzamiento de un bloque de poder antagónico a aquél, supone considerar como objetivo alcanzar la estabilización del horizonte superior del poscapitalismo. Ya no sería, como bien apunta Emir Sader en idéntico sentido que García Linera, “una disputa hegemónica prolongada (…) pasando por la conquista de gobiernos, por programas que reviertan los procesos mercantilizadores y retomen la capacidad reguladora y de implementación de medidas sociales antineoliberales y anticapitalistas”.

La existencia y perdurabilidad de nuevos Estados, refundados y basados en la consolidación de cambios sustanciales en la correlación de fuerzas, habilitaría a pensar en una forma de independencia y autonomía de la región muy superior a la conocida hasta aquí. Mercados y monedas únicas, bancos centrales con nuevos estatutos, ensanchamiento del área económica estatal y fuerte desarrollo de las formas cooperativas de gestión y producción para el mercado interno, nuevos pactos fiscales y control estatal de los flujos de divisas y del secreto de los mercados bursátiles, complementación en la protección al medio ambiente y fuertes restricciones al irracionalismo depredador de los recursos naturales. Un proceso semejante, a escala continental, tal y como ocurriera cuando las fuerzas patriotas de toda la región libraron por años la batalla por la primera independencia, supondría la superación histórica del posneoliberalismo.

¿Y si la segunda independencia fuera eso? ¿Si el salto cuantitativo y cualitativo fuese, precisamente, un obligado retroceso del modo capitalista, cediéndole –no sin disputa brutal– el espacio de la reproducción material y simbólica de la vida humana a un modo aún impreciso e indefinido, al poscapitalismo? De ser así, esa gesta, la de la segunda independencia, necesita de un relato radicalmente distinto al habitual de las izquierdas y del nacionalismo popular revolucionario.

(*) Sociólogo, Conicet e integrante de Carta Abierta

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Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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