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viernes, 7 de mayo de 2010

Entre los hilos de la memoria y la Justicia

por Ricardo Forster

Mientras las tapas de los principales diarios se dedicaban, una vez más, a denunciar hasta el hartazgo distintos negociados y supuestos actos de corrupción
–mostrando cómo nuevamente la sombra ominosa de la Venezuela de Chávez se cierne sobre nosotros–, escraches a periodistas que amenazan con convertirse en una escalada criminal o a denunciar –por enésima vez– a Hebe de Bonafini y a las Madres de Plaza de Mayo por atreverse a hacerles un juicio a los periodistas cómplices de la dictadura como si eso estuviera reñido con la libertad de expresión que tanto reclaman; y los medios se arrogan el derecho sacrosanto a cuestionar a quien se les antoje e, incluso, a calificar de fachoprogresista o de filonazi al Gobierno o a cualquiera que se atreva a defenderlo como lo que es, un gobierno democrático que busca desplegar un proyecto de país con el que se podrá o no estar de acuerdo pero que nada tiene que ver con los fantasmas fascistoides denunciados por la impudicia de ciertos medios periodísticos.

Mientras, decía, estas denuncias sobreexpuestas y exageradas hasta su máximo límite ocupaban el centro de la escena mediática, algunos otros acontecimientos, de esos que hacen historia y que ofrecen una panorámica de lo significativo, hacían acto de presencia entre nosotros, como recordándonos qué pone en discusión a una sociedad y qué la hace deslizarse hacia lo que confunde y desvía (y esto no implica, qué es lo importante y qué lo trivial,me apresuro a escribirlo antes de que se me acuse de cómplice de vaya a saber qué negociado, que el tema de la corrupción no haya que tratarlo o dejar pasar la emergencia de ciertas actitudes patoteriles en la Feria del Libro que, eso es obvio, no pasaron de algún manoseo y en nada se asemejan a violencias criminales o a escaladas autoritarias, aunque a ciertos comunicadores les parezca todo lo contrario y, en una exageración digna de mejor causa, hasta los lleguen a homologar a la dictadura). No deja de haber, sin embargo, algo de impostura e impudicia cuando el poderoso se ofrece como víctima de un complot o como pasivo sujeto de violencias autoritarias.

Sucede que la semana anterior fuimos sacudidos por algunas decisiones que involucran de un modo inescindible el pasado y el presente; de aquello que asume la forma de lo espectral, es decir, de lo no resuelto y de lo que regresa poniendo en cuestión ciertos relatos o ciertas intenciones de clausurar lo que del ayer sigue insistiendo y se cuela por las fisuras del presente. Eso que reaparece nos confronta con los silencios, las omisiones y las complicidades poniéndonos delante, a su vez, de los alcances de una democracia que se atreve a abrir ciertos expedientes que parecían permanecer, por los tiempos de los tiempos, en inalcanzables estanterías y dispuestos como alimento para las ratas.

La decisión de la Corte Suprema de Justicia de anular el indulto que favoreció a Martínez de Hoz, un indulto dictado, hay que recordarlo, por Menem durante los noventa y como parte del “borrón y cuenta nueva” indispensable para despejar la acción destructiva de una convertibilidad que venía a terminar la tarea iniciada por los ideólogos económicos de la dictadura, constituye un acontecimiento decisivo a la hora de indagar por las complicidades civiles (no de los civiles en general y en abstracto, sino de las corporaciones que avalaron y le dieron su apoyatura al plan diseñado por Martínez de Hoz que requirió el uso del terrorismo de Estado).

Pese a ciertos intereses que acusan de manipulación de la memoria histórica a quienes han bregado por hacer visible la verdad de lo acontecido, o los que definen como actitud anacrónica juzgar con los ojos de la actualidad lo que sucedió en otro tiempo, resulta un giro histórico iluminar con la luz del presente los hilos que fueron tejiendo la trama de la represión junto con la implementación de un modelo económico destinado a desarmar lo mejor de la Argentina equitativa en nombre de la economía de mercado y de sus infinitas promesas de bonanza. Mientras el terrorismo de Estado se cebaba sobre los cuerpos de hombres y mujeres, los buitres de un neoliberalismo incipiente aniquilaban los últimos restos del Estado de bienestar que todavía sobrevivían en un país que iba camino a la desolación. El juicio a los discípulos de Milton Friedman no es sólo el enjuiciamiento de la complicidad con los esbirros de la dictadura sino que constituye también una invalorable oportunidad para revisar críticamente el modo como se implantó, a sangre y fuego, la ideología precursora del neoliberalismo.

Esa Corte Suprema que en la misma semana, y por esas cosas del azar o de lo que se entrelaza dentro de una misma situación histórica, tendrá que dar su veredicto respecto de la legitimidad de la ley de servicios audiovisuales que ha sido trabada por algunos jueces mendocinos (jueces, eso también hay que recordarlo aunque no lo hizo la corporación mediática ni sus “periodistas independientes”, profundamente ligados a los anales de la dictadura y atravesados por los intereses de esa misma corporación a la que salieron a defender impidiendo la implementación de la ley).

Así como se reabre el expediente de un pasado de horror y complicidad a través de la figura de Martínez de Hoz, lo que de alguna manera se está poniendo en juego en la Argentina de hoy es si la palabra podrá circular libre e igualitariamente o si los dueños del relato hegemónico seguirán siendo los grupos monopólicos que buscan por todos los medios a su alcance impedir que se ponga en funcionamiento la ley de la democracia. Lo que está en juego, de nuevo, es lo público, la palabra, su circulación libre, es decir, aquello que afecta directamente a la libertad de expresión, esa misma que dicen defender a capa y espada los heraldos de la impunidad informativa y aquellos que prefieren que nos siga rigiendo una ley-bando que proviene de la noche dictatorial. Entre la anulación del indulto y la decisión sobre la ley se juega el presente-futuro de la democracia, de su genuina calidad institucional y de una República que quiera ser efectivamente de iguales.

Como si estuviéramos asistiendo a un drama de la historia o como si fuéramos extraños espectadores de una tragedia griega, la semana nos trajo la noticia del cambio de juzgado en la causa que se le sigue a Ernestina Herrera de Noble por la adopción de quienes podrían ser, eso se conjetura de modo cada vez más evidente, hijos de desaparecidos, poniendo a la Justicia delante de una conjura que involucraría a militares, miembros prominentes de la Iglesia Católica y, claro, al nombre más visible del principal grupo mediático del país.

De estar frente a lo que se supone un caso de sustracción de identidad (aunque será la Justicia a través de los análisis correspondientes la que dictaminará y no nuestra opinión o la de los interesados en que la investigación no llegue a destino) entraríamos en un escenario complejo que, entre otras cosas, hiere muy profundamente a una parte importante de la sociedad, aquella que colocó su credulidad en manos de quienes, tal vez, pudieron haber participado de una terrible acción delictiva, de esa misma que abre una serie interminable de engaños y mentiras.

De algún modo, las últimas décadas del país pueden quedar sacudidas por la revelación abriendo un debate de extraordinarias dimensiones en relación a la memoria, sus ocultamientos, los usos del poder y la construcción de relatos que apuntalaron una cierta “verdad” que saltaría en mil pedazos. Difícil será, también, la respuesta que tendrán que dar muchos de quienes quedaron adheridos a un cierto discurso periodístico o que prefirieron hacerse los distraídos.

La tan mentada palabra “independencia” cobrará, seguramente, otro sentido o regresará su real dimensión. Cuando suena la hora de la verdad sus consecuencias son sanadoras al mismo tiempo que abren perspectivas nuevas y complejas. Romper el chantaje que impide la aplicación de una ley de la democracia y liberar a la Justicia de cualquier presión son dos cuestiones que, en la Argentina de hoy, no pueden ni deben ir separadas.

Entre estos acontecimientos significativos se coló, al comienzo de esta semana, una decisión relevante y oportuna tomada por el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, de cambiarle el nombre a la Hemeroteca que llevaba el de Martínez Zuviría (mas conocido con el seudónimo de Hugo Wast, autor de una literatura panfletaria de carácter violentamente antisemita y asociada al ultramontismo católico), por el de Ezequiel Martínez Estrada, uno de los grandes escritores del ensayismo nacional. El gesto es simbólico y da cuenta de lo que está sucediendo en el país, de la apertura de nuevos aires que oxigenan la memoria y reparan, con este tipo de actos, la vida cultural de los argentinos. La relevancia de esta decisión que tiene que ver con una política del nombre debe inscribirse en el mismo nivel de otros gestos de reparación y de justicia. En él, en su oportunidad, esa que parecía irrealizable a lo largo de décadas, se expresa en acto una cultura genuinamente democrática y pluralista.

No resulta casual que desde los grandes formadores de opinión se busque desviar la atención de aquello que sacude tan hondamente a una sociedad no siempre dispuesta a saber la verdad de sí misma, a encontrarse con sus claroscuros y con esas sombras que remiten a lo que preferiría no saberse. No es fácil atreverse a abrir la caja de Pandora. Es la Corte Suprema la que tiene en sus manos la oportunidad de inyectarle transparencia a una atmósfera enturbiada; está en los jueces supremos restañar las heridas que otros jueces le hicieron a la Justicia.

De la misma manera que está ahora en manos de otra jueza avanzar por el camino de la sentencia recta allí donde otro juzgado hizo lo posible para desviar la senda de la verdad. Pero es la sociedad, sus diversos actores, la que tendrá que enfrentarse a sus negaciones y a sus zonas emponzoñadas por las diversas formas del ocultamiento y la complicidad. Una sociedad que atraviesa la prueba de la verdad sale transformada, pero los resultados de esa prueba y de su tránsito dependerán de lo que estén dispuestos a decir y a hacer quienes deben custodiar que la ley no sea un desvío que favorezca a los poderosos sino el recto camino hacia la reparación de aquello que fue dañado.

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Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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