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martes, 5 de marzo de 2013

La sociedad debe estar a la izquierda del Parlamento

Un Mandato Necesario Por:  Alejandro Horowicz 

“Los revolucionarios creen que cambiando la estructura cambia el discurso; los reformistas creen que cambiando el discurso cambia la estructura; nosotros sabemos que un discurso es una estructura.”
Michel Foucault

La derecha política en la sociedad argentina es bastante más que un "partido político". Una mirada a cualquiera de los movimientos con amplio sustento popular de nuestra sufrida historia lo atestigua. El peronismo tuvo para cada una de sus complejas manifestaciones su propia "derecha" y su propia "izquierda". Con un añadido decisivo: el techo de cada uno de esos peronismos, la hegemonía política, siempre fue un resorte de su dirección histórica. Esto es, el límite para la demarcación de ambas alas, siempre estuvo determinado por esa precisa lógica política. Y más allá sólo quedaba la diáspora, la imposibilidad de permanecer, la necesidad de armar otra cosa. En general el destino de esas patrullas iconoclastas terminó siendo el olvido. O en todo caso, la apuesta abandonaba el terreno de la acción inmediata, para internarse en el complejo laberinto del devenir histórico. No en vano un ex presidente sostuvo, con cierto realismo poco edificante, que tener razón antes de tiempo no es tener razón. Pero cuidado, no siempre resulta tan claro cuál es el tiempo de cada razón, de cada proyecto.
El discurso presidencial ante la Legislatura forma parte del universo de argumentos esgrimidos desde el poder. Es decir, de argumentos que no valen tan sólo como tales, pesan por el simple hecho de haber sido pronunciados por quien ejerce (en nombre propio y en tanto representante de poderes delegados por sus conciudadanos), las responsabilidades del Poder Ejecutivo.
Desde esa perspectiva su "apuesta" a la democratización de la justicia, pierde el carácter de "evaluación" analítica, para transformarse en directiva de curso obligatorio. Y los integrantes del Consejo de la Magistratura pasarán a ser elegidos por voto popular directo.

La naturaleza de la división de los poderes (la realmente practicada, no la que se enuncia en los manuales de Derecho Constitucional) en caso que esta lógica política se termine por instalar, lo que no debe ser tan rápidamente asegurado, avanzará sobre una de las zonas grises que garantizaron el omnímodo poder consuetudinario de la familia judicial. O en todo caso, la posibilidad de ese cambio pasará a estar en la naturaleza democrática de las cosas.
Una sola ley supuso en la sociedad argentina una batalla homologable, batalla que conviene repasar para inteligir la nueva dirección del inevitable enfrentamiento con la derecha cristalizada: el matrimonio igualitario.

La ficción de la representación política pocas veces aceptó una distancia mayor. Esto es, fue preciso que la sociedad se constituyera a la izquierda de sus representantes, para que los representantes terminaran aceptando esa voluntad de transformación mayoritaria, un nuevo balance para la cultura común. El resultado de la votación en la Cámara Alta (33 a 27) expresó inadecuadamente el sentir de la compacta mayoría, sentir registrado por las encuestas y la movilización. Dicho en criollo: la sociedad terminó por ubicarse a la izquierda del Congreso, al menos en este espinoso asunto, y ese cambio alteró la votación.
Si no sucede otro tanto con la bandera por democratizar la justicia, si además de los jueces sensibles a esta nueva perspectiva, que no sólo están dispuestos a pagar Impuesto a las Ganancias, sino también a esclarecer a sus conciudadanos sobre sus derechos; sobre cómo esos derechos pasan de teóricos a prácticos, y en lugar de votar quién decide se votan los topes de la decisión, la intención presidencial corre el serio riesgo de deshilacharse. 

Vale la pena recordar cómo pasó con el matrimonio igualitario. Para que una sociedad tan habituada a las voces de ordeno y mando aceptara de buen grado semejante ampliación de los derechos personales, el trabajo de esclarecimiento realizado por la comunidad homosexual fue enorme. Sobre todo, en un país donde no existe separación entre la Iglesia y el Estado, donde la jerarquía católica difícilmente pueda ser más conservadora, y donde sus prejuicios homofóbicos gozaron, durante largas décadas, de envidiable legitimidad colectiva. Y aun así, la voluntad de cambio quebró todas las vallas hasta abrirse paso en el claustrofóbico Senado.
La lectura más convencional reduce todo el problema a la capacidad de presión del Ejecutivo; no se trata de ignorar que existió, pero perder de vista la lucha librada imposibilita entender el acompañamiento colectivo. Por cierto que el reclamo fue recogido por la presidenta, y ese respaldo aportó la sinergia requerida para el empujón final. Pero una cosa es el respaldo del gobierno a un movimiento realmente existente, y otra muy distinta pensar que las martingalas parlamentarias alcanzan para sustituirlo. Sólo la victoria en la batalla cultural hizo posible construir otro piso democrático.
La simple lectura del Código Civil alcanzó para demostrar el carácter discriminatorio de la práctica anterior; derechos garantizados por la Constitución (principio de igualdad ante la ley, para no abundar con obviedades jurídicas) eran cruelmente burlados; un comportamiento no ajustado a derecho condenó a un sector de la sociedad argentina a clandestinizar su existencia. Esa suerte de condena a perpetuidad comenzó a quedar atrás.
Y ese complejo camino debe retomarse ahora. Se trata que los procedimientos judiciales, que los instrumentos de la justicia, que la práctica de los jueces, pierda su condición de secreto para iniciados, para transformase en parte de la cultura política de la sociedad argentina.
Dictar una ley y cumplir una ley no es la misma cosa. Así como la homofobia realmente existente no desapareció, pero los intolerantes no tienen más remedio que callarse la boca, porque si no, la justicia y la sanción social hacen lo suyo, así, digo, el secreteo judicial con sus iniciados y beneficiarios sometido a un nuevo rango de control público tenderá a disiparse. En suma, motivos básicos de malestar en la cultura nacional tendencialmente se irán corrigiendo. Va a estar buena si acontece, la Argentina será más plural y más igualitaria.
Ahora bien, el poder que mece en la cuna de la familia judicial es el integrismo católico. La santa madre está acostumbrada a hacer y deshacer sin rendir cuentas a nadie. Basta ver las dificultades que debe atravesar una mujer pobre, del interior, para que se cumplan sus derechos en el caso de ser violada, para entender a qué nos estamos refiriendo. En política nada es gratis, y menos una música que permite cambiar la letra de tantas cosas.
Ahora bien, la presidenta de la República desechó la posibilidad de reformar la Constitución Nacional. A su juicio los números en diputados y senadores, incluso con una victoria del oficialismo en las próximas elecciones de medio tiempo, no permitirán esa dirección. No hay modo de saber si su evaluación implícita terminará por ser cierta. Algo sí sabemos, y que me disculpe la doctora Cristina Fernández, la vieja Constitución es una losa que necesitamos sacarnos de encima.
Es cierto que uno de sus objetivos "explícitos" fue la reelección de Carlos Saúl Menem. Sin embargo, ese fue sólo el caballo de Troya de una estratagema con consecuencias mucho más peligrosas. El proyecto del país con relaciones carnales a perpetuidad, de las desnacionalizaciones permanentes, de la liquidación definitiva del artículo 40 de la Constitución del '49 (ese que impedía la privatización de la propiedad del subsuelo de la patria) era el objetivo. Sin batir el parche lo alcanzaron. La idea de una política de Estado, de que cada cuatro años no se vuelvan a discutir orientaciones básicas, de llevar a cabo un debate nacional sobre un país sudamericano donde la calidad institucional no se reduzca a discutir la boleta sábana, precisa de un profundo y amplio debate constituyente. Si no fuera en 2015 corremos el serio riesgo de que resulte tarde.

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Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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