(@guerrerodelPO)
En su homenaje a Ernesto Laclau, fallecido el 14 de abril, Cristina
Kirchner dijo que quienes critican a este profesor de la londinense
Essex —y respaldo ideológico de su gobierno— revelan su “estupidez e
ignorancia”. Habitualmente, en su decadencia, la Presidenta acude a un
mecanismo tautológico: se mira al espejo y cree mirar por la ventana.
Por cierto, el “posmarxismo” de Laclau fue el sistema de ideas, por
llamarlo de algún modo, que mejor convino a un gobierno que contrapone
su propio “relato” a su política concreta, el discurso contra las
“corporaciones” y los “centros de poder cultural”, por un lado, y por
otro los acuerdos con el Club de París, las devaluaciones, los
tarifazos, el ataque al salario. A Laclau esas medidas de política
práctica le importaban muy poco, ocupado en indagar, con ese lenguaje
críptico que rudimentariamente le copia Carta Abierta, en la
“concatenación de reivindicaciones fragmentarias en un liderazgo” y en
los “significantes vacíos” (alguien podría recordar lo que Juan Perón
solía decirles a los trabajadores: “si no lo entiende, seguro que le
están mintiendo”). La política, en Laclau, no es lucha de clases por los
medios de producción, sino por la “hegemonía” y la conquista de los
“significantes”, sin que llegara a saberse bien en qué consistía la tal
hegemonía ni cuál era el significado que los significantes intentaban
representar.
El “posmarxismo” de Laclau, extendido y fragmentado en multitud de
corrientes, mezcolanza ecléctica de Lacan, Foucault, Derrida y tantos
otros con algún aderezo eunuco de Marx, fue un producto directo de la
crisis que llevó al derrumbe de la Unión Soviética y de la ignominia del
Muro de Berlín. En los años 90, Laclau llegó a sostener que ya no
existía el proletariado porque un obrero francés podía tirarle piedras a
un inmigrante turco. Esto es: las clases sociales ya no estarían dadas
por su lugar en el proceso de la producción sino por la posición
política circunstancial que esas clases, o parte de ellas, asumieran en
determinado momento particular. Otros “posmarxistas” se volvieron
místicos y alguno hasta volvió al catolicismo. Fue un momento de
derrumbe político, ideológico y moral para toda una franja de esa
pequeña burguesía intelectual. Al mundillo académico se le hundía el
piso bajo los pies porque el estalinismo se había hundido.
No era para menos. En 1985, en colaboración con su esposa, Chantal Mouffe, Laclau escribió su Hegemonía y estrategia socialista,
en el cual respalda a la burocracia ya derruida de Moscú y apenas le
sugiere al PCUS algunas correcciones menores en su política. Poco
después, la URSS simplemente desaparecía. En 2004, cuando esa obra se
reeditó, Laclau, en el prólogo de esa nueva edición, se sorprendió de su
propia pobreza ideológica y señaló “lo poco que teníamos para poner en
cuestión”. Los enormes cambios políticos y económicos de su época, época
de guerras y revoluciones, le pasaban por el costado mientras,
abstraído, él se dedicaba a su “búsqueda de la hegemonía”.
En este punto, resulta interesante indagar en las raíces históricas de ese derrumbe ideológico.
A fines de los años 50, Laclau dirigió el periódico Lucha Obrera,
que se declaraba de “izquierda nacional” y se proponía luchar “contra
el imperialismo y sus aliados nativos”. En 1962, Lucha Obrera,
desprendimiento del viejo Partido Socialista de Vanguardia, confluyó con
otros grupos para fundar el Partido Socialista de la Revolución
Nacional, cuyos principales dirigentes fueron Jorge Abelardo Ramos y
Jorge Enea Spilimbergo. En su documento fundacional, el PSRN dice que el
gobierno radical de Hipólito Yrigoyen (el masacrador de la Semana
Trágica y la Patagonia sangrienta), había constituido un “movimiento
nacional”, la “tentativa (…) para restringir la influencia política y
económica de la oligarquía agropecuaria”. Aquel radicalismo, decía la
declaración, había desarrollado, o se había propuesto desarrollar, una
“política nacional burguesa progresiva que no logró verificarse sino en
el papel”. Se debe señalar en particular el ataque exclusivo a la
“oligarquía agropecuaria”, porque aquellos nacionalistas de izquierda
habrían de contraponerla sistemáticamente con la burguesía industrial,
que representaría el progreso frente al atraso pastoril.
El peronismo, a partir de 1945, traería, en la visión de la
“izquierda nacional”, una novedad determinante: la incorporación al
“movimiento nacional” de “la nueva clase obrera”, de los “obreros
criollos”, que ya no eran producto de la inmigración externa sino de los
movimientos migratorios internos. En verdad, el proceso deformado de
industrialización acelerada que comenzó a principios de la década de
1930, en los prolegómenos de la II Guerra Mundial, multiplicó el número
de obreros industriales y construyó un proletariado flamante, ajeno a
las tradiciones socialistas, sindicalistas y anarquistas del pasado, de
las cuales, sin embargo, saldrían las figuras más notables de la
burocracia sindical peronista de aquellos tiempos. Esa clase obrera que
irrumpía con Perón le daría al peronismo, según el PSRN, su “espíritu
revolucionario”.
El documento dice que el peronismo era un “frente nacional”,
integrado por los trabajadores, el ejército, sectores de la burguesía
nacional, la Iglesia, franjas de la clase media urbana y rural, y la
burocracia del Estado. El documento fundacional del PSRN termina con una
pregunta: “¿Qué clase dirigirá el proceso?” El texto no se ocupa de
buscar la respuesta, que, en verdad, ya había sido dada por los primeros
gobiernos de Perón, aunque el peronismo era aún, para los trabajadores,
una experiencia inconclusa.
No se sabe cómo habría actuado Laclau a partir de la crisis abierta
por el Cordobazo en 1969, porque ese mismo año se marchó a Europa por
simple conveniencia personal, por una beca que obtuvo para estudiar en
Oxford con el historiador británico Eric Hobsbawm, y ya no regresó. Sin
embargo, antes de irse criticó a Ramos y a Spilimbergo por el raquitismo
del PSRN, que él atribuía a que aquellos exigían a los militantes la
adhesión a “determinantes teóricas no esenciales”, como, por ejemplo, la
defensa de la Revolución de Octubre, de las figuras de Lenin y Trotsky,
el rechazo tajante a Stalin, todo lo cual, decía Laclau, no tenía la
menor importancia.
Lo que no tenía importancia, en verdad, eran las diferencias de
Laclau con Ramos y Spilimbergo. En 1973, el partido de Ramos, el Frente
de Izquierda Popular (FIP), sucesor del PSRN, llevó en sus boletas la
fórmula Perón-Perón (el viejo general y su mujer, Isabel). Con los años,
Ramos se integraría al gobierno de Menem (fue su embajador en México)
disolvió al FIP y se afilió al Partido Justicialista. Más tarde, Laclau
encontraría en Essex la desaparición del proletariado porque un obrero
francés le tiró una piedra a un turco.
Con todo, y aunque respaldó al gobierno K, es una simplificación
sostener, como hace casi todo el mundo, que Laclau era kirchnerista.
Laclau no era un funcionario pago de Carta Abierta, un intelectual que
entrega lo que piensa a cambio de un puesto o una prebenda. Laclau era
más y más trágico que eso: Laclau era el derrumbe de un sistema de ideas
que recorrió buena parte del siglo XX y lo que va del XXI. Y, si se
tratara de ponerle etiquetas, Laclau era chavista, no kirchnerista, e
incluso le reprochaba a los K no haber llegado tan lejos como Chávez, si
bien los justificaba porque estos tenían “limitantes” que no podían
conocerse y que se superarían en un futuro indefinido. Chávez y su
sucesor, cierto es, tienen un “relato” más acorde con los gustos de
Laclau que el balbuceo “cultural” del kirchnerismo. Pero el filósofo de
Essex no se detuvo a analizar las bases materiales de un “relato” y del
otro. El chavismo pudo ser lo que fue porque puso bajo control del
Estado al corazón de la economía venezolana: el petróleo, PDVSA. La
diferencia de discursos es la diferencia que va de la expulsión de la
conducción pro-norteamericana de PDVSA a la nacionalización fraudulenta
de YPF y el pago de 10 mil millones de dólares de indemnización a
Repsol. Aún ahora esas diferencias subsisten, cuando el chavismo ha
entrado, desde hace mucho, en su declive final.
Cuando se discutió aquí la ley de medios, Laclau, que la respaldó con
entusiasmo, dijo: “Si prevalecen los monopolios, la guerra está
perdida”. Sí, está perdida para este gobierno impotente, que en su giro
para llegar a 2015 aunque sea con bastones, se entrega de cuerpo y alma a
los monopolios, a Chevron, a Repsol, al Club de París, a los buitres,
al FMI. Esa “guerra”, incluida la “batalla cultural”, solo puede ser
ganada por la clase obrera, por un gobierno de trabajadores. Esa es la
perspectiva histórica del Frente de Izquierda, llamado a reemplazar al
peronismo, al nacionalismo en todas sus variantes, de la dirección del
movimiento obrero.
Fuente: http://revistaelotro.wordpress.com/2014/04/16/ernesto-laclau-y-el-derrumbe-del-nacionalismo/
miércoles, 16 de abril de 2014
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