A una semana del comienzo de la Copa del Mundo, el panorama en una de las mecas del fútbol mundial parece insólito. Grupos de manifestantes “rodearon el bus de la selección” en el aeropuerto Tom Jobim, en Río, “y lo convirtieron en un improvisado tambor, por los golpes rítmicos sobre las chapas del vehículo”, según la corresponsal de Clarín (27/5). Un piquete obligó al micro a buscar una ruta alternativa.
En las inmediaciones del Mané Garrincha (Brasilia), donde se exhibía el trofeo, la policía reprimió a pueblos originarios, que con sus vestidos típicos protestaban por su derecho a la tierra.
Las protestas coinciden con un ascenso huelguístico y la amenaza de paros policiales.
La periferia de algunos estadios no fue concluida, lo mismo que ciertas obras en los aeropuertos. El gobierno apela a un verdadero estado de excepción (180 mil agentes, drones, etc.) para garantizar la Copa. “La colaboración no se restringe al FBI. Intercambiamos informaciones con todas las policías del mundo” (El Cronista, 22/5), declaró el director general de la Policía Federal de Brasil.
Ni siquiera ha arrancado el Mundial y ya emergen los cuestionamientos a los Juegos Olímpicos de 2016, que deberían desarrollarse en Río. El ministro de Deportes desmintió que los funcionarios del Comité Olímpico Internacional estén evaluando mudar los Juegos.
Todo esto explicaría la renuncia de Rousseff a hablar en el partido inaugural. Los analistas dicen que “quiere evitar el abucheo” (La Nación, 28/5).
Gustavo Montenegro
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