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domingo, 14 de septiembre de 2014

De luchas obreras, de excepciones y de normas

Paro-piquetes
 Por :Alejandro Guerrero (@guerrerodelpo)

Alfredo Vítolo, fallecido en 2006, era un hombre de derecha “civilizada”, de esa que proclama a voz en cuello su devoción democrática y, en nombre de la democracia, exige represión implacable, sin medias tintas, contra toda movilización popular que trasponga determinados límites.

Hace diez años, en julio de 2004, Vítolo escribió un artículo en La Nación, “La protesta y el delito de sedición”, en el cual criticaba al gobierno de Néstor Kirchner por negarse a reprimir a “los llamados piqueteros”. Según explicaba, “los grupos que cortan las calles y rutas impidiendo el libre tránsito de los habitantes, ocupan violentamente lugares públicos o empresas privadas, impiden compulsivamente el cobro de los derechos de peaje establecidos por las leyes, atacan destacamentos militares o instalaciones policiales y ocupan las sedes de los poderes del Estado y oficinas públicas, atribuyéndose los derechos del pueblo y peticionando en forma violenta e irracional en su nombre, cometen el delito de sedición”.

Vítolo se lamentaba porque el artículo 5° del Código Procesal Penal, que obliga a reprimir esas acciones aun de oficio, “se contradice con las actitudes y expresiones que permanentemente tienen y se escuchan del presidente de la Nación y sus ministros en cuanto sostienen que ellos, en procura de la paz social, no reprimirán ese tipo de actos”.

Vítolo fue militante radical desde sus tiempos de estudiante en la Universidad Nacional de Córdoba (fundó la Agrupación Reformista Universitaria), hijo de un ministro de Arturo Frondizi, miembro en 1985 del Consejo de Consolidación de la Democracia creado por el presidente Raúl Alfonsín y, por último, representante del gobierno de Fernando de la Rúa en el Consejo de la Magistratura. Ese linaje político debe señalarse, porque muestra toda una tradición. Es la tradición de las masacres de 1919 y 1921, ordenadas por el presidente radical Hipólito Yrigoyen; la de los aviones de la Aviación Naval que bombardearon la Plaza de Mayo en junio de 1955, y asesinaron a casi 400 de los miles de manifestantes que habían ido allí a respaldar a Perón (en uno de los bombarderos iba Miguel Ángel Zabala Ortiz, dirigente radical, luego canciller de Arturo Illia); las de la nueva Semana Trágica de Alfonsín en 1989, la de los más de treinta asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001. El tan democrático partido radical es históricamente un partido de represores, de asesinos del pueblo.

Es más: en 1930, el ministro de Guerra de Yrigoyen, el general Luis Dellepiane, represor durante la Semana Trágica de 1919, arrestó a los conspiradores que preparaban el golpe de ese año, pero el Presidente le ordenó liberarlos y por eso él renunció. Como se ve, los palos del radicalismo siempre conocieron una sola dirección.

Nótese, además, que Vítolo, en su nota, equipara un corte de calle o de ruta con el ataque a una unidad militar o a instalaciones de la policía. No es el primero: en 1975, el jefe radical Ricardo Balbín habló de “subversión industrial” y “guerrilla fabril” para referirse al movimiento huelguístico de aquellos días. Y Alfonsín, al hablar de las asambleas populares de 2001 y 2002, dijo: “El que organiza parlamentos paralelos y peticiona en nombre del pueblo, comete delito de sedición”.

Ahora, diez años después de aquel artículo en La Nación, Vítolo protestaría mucho menos, así como sus sucesores partidarios aplaudieron el “la Panamericana no se corta” del otrora carapintada Sergio Berni.

Hay que hacer, no obstante, algunas distinciones. Balbín, con su “guerrilla fabril” daba, por un lado, respaldo decidido a la represión militar, policial y paramilitar (Triple A) desplegada por el gobierno peronista; y, por otro, señalaba la necesidad burguesa del golpe militar si la camarilla de Isabel Perón y López Rega no lograba, terror mediante, doblegar al movimiento obrero. La suya era una postura tan profundamente reaccionaria como consciente y razonada.

El de Alfonsín, en cambio, era el clamor desesperado del político derrotado, que ya no tiene nada que ofrecerle a la clase social cuyos intereses defiende. Técnicamente, él tenía razón: las asambleas populares, como toda organización de masas de esas características, es sediciosa en cuanto violenta el principio de que “el pueblo no gobierna ni delibera sino por medio de sus representantes”. Levantamientos como el de diciembre de 2001 invierten ese axioma: como por intermedio de sus representantes el pueblo sí delibera y gobierna, el pueblo tiene la potestad de declarar ilegítima esa representación, de retirarla y pasar a ejercer por sí, directamente, con sus propias organizaciones —surgidas de la lucha misma— la capacidad de deliberar y gobernar.
Esa acción popular constituye delito de sedición según el capítulo X del Código Procesal Penal. Ahora bien ¿cuáles habrían sido las consecuencias prácticas de la calificación que Alfonsín daba a la movilización popular? Solo era posible, con ese propósito, la represión a mansalva, pero eso ya había sido hecho por De la Rúa, con más de treinta manifestantes asesinados en distintos puntos del país y un fracaso tan rotundo que el Presidente salió literalmente eyectado por los techos de la Casa Rosada. La de Alfonsín era, por lo tanto, una tontería desvinculada de la realidad política del momento (“estamos en una situación revolucionaria clásica, de manual”, dijo en esos días el también radical Rodolfo Terragno).

Vítolo, peor que Alfonsín, no podía entender que la sublevación popular de diciembre de 2001 (esa sedición masiva) no había ocurrido en vano. No solo los partidos de la burguesía sino el mismísimo Estado entraron entonces en un proceso de disolución abierta, de profunda disgregación. Imposible de ser controlado por medio de la represión, aquel movimiento pudo ser contenido por el kirchnerismo porque los vientos de la economía mundial comenzaron a soplar por la popa. Que los empleos, en vez de destruirse se crearan, aun en condiciones precarias, de contratos basura, de tercerizaciones, alcanzaba para ganar elecciones. Junto con ello, se producía la cooptación masiva de dirigentes y organizaciones sociales (la fracción de Madres de Plaza de Mayo conducida por Hebe de Bonafini fue el caso más trágico y más patético). Pero eso era imposible si se echaba mano a la represión de las protestas, como proponía Vítolo en nombre de lo más estúpido de la reacción política. La burguesía argentina le debe al kirchnerismo la reconstrucción, bien que precaria e incompleta, de la autoridad del Estado. Por eso, en sus primeros tiempos, aquel gobierno podía y sobre todo debía tolerar las movilizaciones y las protestas, aunque Vítolo se indignara por eso.

En los tiempos modernos, la figura de sedición comenzó a ser aplicada en la Inglaterra isabelina, a fines del siglo XVI, pero ya se la encuentra en la Biblia (Esdras 4:19), que la refiere a la acción de “incitar el desafecto hacia el Estado o la autoridad constituida por medio de las palabras o escritos”. Como se ve, si se quiere comprender la sustancia del derecho, nada mejor que acudir a la religión: en ella se encuentra todo el andamiaje ideológico y jurídico que sustenta toda opresión y toda explotación (“la crítica de la religión es condición de toda crítica”, diría Marx).

El delito de sedición es paradigmático, junto con otros como intimidación pública, resistencia o desobediencia a la autoridad, coacción, extorsión y usurpación. Todos ellos apuntan a conculcar el derecho a la rebelión, derecho madre que hace posibles todos los demás. Con ese propósito, además, se refuerzan las tendencias, señaladas tempranamente por Walter Benjamin, a transformar el estado de excepción en regla, en lo que Benjamin y otros, como Carl Schmitt y Giorgio Agamben, llamaron “la cotidianeidad de la excepción”, transformada en el vínculo por excelencia entre derecho y violencia.

El estado de excepción —la violación de la ley por la ley misma— es un fenómeno internacional. Seguramente, su expresión más ejemplar es la “indefinite detention”, la detención indefinida de personas sin causa judicial, dispuesta en noviembre de 2001 por el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush. Las cárceles clandestinas de la CIA en medio mundo, Guantánamo o Abu Graib, como antes los “lager” de los nazis, indican la tendencia a transformar esa represión en una técnica de gobierno antes que en una medida excepcional.

La madre de todas las excepciones
Durante la mañana del 20 de diciembre de 2001, mientras se desarrollaba la que se llamó “la batalla de Plaza de Mayo”, la jueza Servini de Cubría se trasladó al lugar y dio orden a los jefes policiales de cesar inmediatamente la represión y de permitir el libre ejercicio del derecho ciudadano a manifestar. Los oficiales de la Federal que recibieron la orden (entre ellos estaba Jorge “Fino” Palacios) trasladaron la orden de Cubría al jefe de policía, Rubén Santos, quien contestó que el Estado de sitio estaba por encima de la Constitución y de cualquier orden judicial. El policía y abogado Santos dio así, en esas horas candentes, una lección de derecho aplicado.

Durante la década kirchnerista, la cooptación de dirigentes y organizaciones sociales, indispensable para reconstruir la autoridad del Estado aunque se enojaran mentalidades tan limitadas como la de Alfredo Vítolo, fue acompañada por un ajuste de la legislación represiva que marchó en el sentido de esa tendencia a transformar la excepción en norma (no solo en el aspecto represivo: ahí está también, por ejemplo, la “emergencia económica”, que le permite al Ejecutivo disponer del presupuesto nacional sin intervención parlamentaria).

Así se modificó el Código Penal de acuerdo con las propuestas de Juan Carlos Blumberg, sin que ello tuviera, dicho sea al pasar, el menor efecto práctico en materia de seguridad ciudadana; y se aprobó la ley antiterrorista. También, por iniciativa de Néstor Kirchner, la Argentina hizo propios la Convención Interamericana contra el Terrorismo y el Convenio Internacional para la Represión de la Financiación del Terrorismo. En 2011, ya bajo la presidencia de Cristina Fernández, se promulgó la segunda ley antiterrorista, para perfeccionar la primera. En la Ciudad de Buenos Aires, con el voto del Frente para la Victoria y el de los macristas de Pro, se aprobó el Código Contravencional que apunta, básicamente, contra cortes de calles y piquetes. Así se ha llegado, según el informe 2013 del Espacio Memoria, Verdad y Justicia, a más de cuatro mil personas perseguidas judicialmente por tomar parte en protestas sociales. (Nunca hubo tantos desde el retorno al régimen constitucional en 1983).

Resulta notable el informe elaborado en 2012 por James Amaya, relator especial de la ONU, sobre poblaciones indígenas en la Argentina. Amaya señala, entre otras cosas, el incumplimiento de leyes como, por ejemplo, la 26.160, que ordena relevar territorios indígenas y suspende desalojos. Muchas veces, esos desalojos, o los desplazamientos masivos de comunidades indocampesinas, son ejecutados por microejércitos de los latifundistas, respaldados por las policías provinciales. Frente a tales atropellos, dice Amaya, los tribunales de provincias favorecen con sus fallos, sistemáticamente, a las corporaciones trasnacionales y a los grandes propietarios que promueven los desplazamientos.

Por el contrario, el ejercicio de derechos reconocidos, como el de reclamo de tierras y territorios, ha derivado, solamente en Neuquén, en 42 juicios penales contra 241 personas de la nación mapuche (casos así se repiten en casi todo el país).

Ahora bien: las represiones últimas en la Panamericana han tenido mucho de otoño del patriarca, de Macondo después de la hojarasca, entre un Sergio Berni jugando a Rambo desde un helicóptero, gendarmes “caranchos” que se tiran sobre los autos, y otros gendarmes que se infiltran entre los manifestantes y son descubiertos y corridos, en una demostración casi graciosa de inutilidad y torpeza. Lo que vulgarmente se ha dado en llamar “fin de ciclo” del gobierno K —esto es, su definitiva descomposición— tiene su expresión hasta en el patetismo de sus fuerzas represivas. Este señalamiento, conviene subrayar, no equivale a subestimación: quienes entienden de boxeo saben cuán peligroso puede ser un boxeador groggy.

Pero la sustancia del asunto es esta: patronales extranjeras, corporaciones trasnacionales, compañías “buitre” como las que el gobierno enfrenta en tribunales norteamericanos, despiden y suspenden obreros. Los obreros, lógicamente, accionan contra esos ataques empresariales, hacen huelga, ocupan plantas y cortan rutas. El gobierno nac&pop, entonces, manda a la Gendarmería a reprimir a los trabajadores y a defender a los buitres. No se trata, claro está, de una excepción: es históricamente la norma de la reacción burguesa contra la lucha obrera. Pero, en este caso, no solo se envían fuerzas represivas institucionales para impedir el derecho a la protesta, al trabajo, al pan. También acuden a esa represión las patotas de la burocracia sindical, alimentadas con barras bravas que se han convertido en fuerza de choque de burócratas, protegidas por la policía, vinculadas con el narcotráfico y con varios otros rubros delictivos. Barras bravas actuaron en la represión a los ocupantes del Parque Indoamericano o en el asesinato de Mariano Ferreyra. Ellos también son parte de la excepción hecha norma, de la excepcionalidad cotidiana que, por lo tanto, deja de ser excepcional.

Todo el asunto tiene, sin embargo, un aspecto aun más interesante
. Es el dado por otra excepcionalidad que deja de ser tal: un gobierno peronista debe echar mano a la represión institucional, a las patotas de la burocracia y a las barras bravas contra los obreros porque, más o menos rápidamente, los obreros peronistas dejan de ser tales y saltan el cerco hacia la izquierda. Ese fenómeno, que habitualmente se ha dado en las grandes luchas sindicales de los trabajadores argentinos, ahora va mucho más allá y ahí está para verificarlo ese 1,3 millón de votos obtenidos por el Frente de Izquierda. Por eso la Presidenta le hace a la burocracia una advertencia de raíces lopezrreguistas: “Si no los paran, van por ustedes”. Parece una convocatoria a organizar una Triple A, un desbarranque fascista con una particularidad: este gobierno no tiene la menor posibilidad de construir una variante fascista, no por falta de voluntad sino por la ausencia de condiciones políticas para llegar a ese extremo.

El trotskismo se ha convertido en el fantasma que recorre la Argentina. Toda la prensa burguesa habla del “sindicalismo trotskista”, el gobierno culpa al trotskismo hasta por el mal tiempo y los burócratas no dejan de hablar de los trotskistas y mandan patotas al Congreso para insultar a los diputados del Frente de Izquierda. Es lógico: la Argentina parece “trotskizada” porque son tiempos de fuerte resistencia obrera a los ajustes, y solamente el trotskismo está dispuesto a acompañar a fondo esa resistencia y a darle expresión política. Es, en este momento, la excepción que determina todas las otras, derivada de un conflicto vital: el ataque —suspensiones y despidos mediante— al derecho de los trabajadores al pan, al sustento diario.

Vivimos, ciertamente, tiempos de excepciones cotidianas.
 
Fuente: http://revistaelotro.wordpress.com/2014/09/13/de-luchas-obreras-de-excepciones-y-de-normas/

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Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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