Hace trece años, el 19 y 20 de diciembre de 2001, estalló lo que
pasaría a llamarse el Argentinazo, una rebelión popular que derrocó al
gobierno de De la Rúa y Cavallo.
En esas jornadas cayeron 38 luchadores en todo el país, la mayoría bajo
las balas de la represión policial ordenada por el gobierno de la
Alianza en los alrededores de la Plaza de Mayo (una represión replicada
en Santa Cruz, la “patria” gobernada por los K en ese momento). Por esos
asesinatos, trece años después, no hay un solo ejecutor o responsable
detenido, un dato que habla por sí mismo sobre la naturaleza de la
“reconstrucción del estado” ejecutada por los gobiernos K.
Hasta el momento, el gobierno ha ignorado el aniversario. Sin embargo,
su balance de estas jornadas es conocido: el acceso de Néstor K. a la
presidencia cerró el ciclo de la “década neoliberal” y dio paso a la
Argentina de la reconstrucción del estado, el empleo y la producción,
cerrando definitivamente la crisis capitalista.
Es este balance el que está en cuestión, 13 años después.
El gobierno no ha salido de la bancarrota. La Argentina debe casi
300.000 millones de dólares de deuda pública, más que en 2001/2002, y el
pago de esa deuda significa una sangría que vuelve a plantear el
agotamiento de una experiencia de reorganización social del país hecha
en nombre de la “reconstrucción de la burguesía nacional”. Este fue el
planteamiento estratégico de los K al hacerse cargo del poder,
compartido en su origen por personajes como Lavagna, desde el Ministerio
de Economía, y Prat Gay, desde el Banco Central. Una estrategia en la
que siguió a Duhalde, que redujo a un tercio la deuda de los
industriales con los bancos – a través de la pesificación – y devolvió a
los bancos, por aquel rescate, compensaciones por 30.000 millones de
dólares. Del 2003 ahora el Estado se hizo cargo de la reconstrucción de
la burguesía nacional, a través de subsidios, exenciones y la defensa a
rajatabla de un régimen de precarización laboral que se expresa en tres
cifras inamovibles a través de la década: un tercio de trabajadores en
negro, cincuenta por ciento de la población activa fuera de convenios y
diez por ciento entre desocupados y sub ocupados. Este inmenso rescate
se hizo sobre las espaldas de la clase obrera, que ahora vuelve a
transitar una nueva crisis que se ha llevado en un año 800.000 puestos
de trabajo.
En oportunidad del Bicentenario, el gobierno reivindicó la
industrialización del país en oposición al “modelo de país agro
exportador incapaz de proyectarse con autonomía del Imperio Británico”
(Carta Abierta). Los hechos son lapidarios: la Argentina es hoy una
nación limitada a la exportación de soja y algunos derivados procesados
en un país que, a consecuencia de este monocultivo, ha desarrollado el
mayor despoblamiento del campo y aún la desertificación. La exportación
de autos no proviene de una industria nacional, desde el momento que su
tecnología, su capital y el 65 % de las piezas son extranjeras – para
qué abundar en las plantas de ensamblaje de Tierra del Fuego. La
concentración de la industria es la mayor de la historia, lo mismo que
su extranjerización. El corolario de todo este proceso ha sido la compra
de vagones, material ferroviario, cadena de repuestos y hasta
durmientes a China, desnudando la impostura de aquel planteo hecho en
2003 por el fundador de la dinastía, anunciando la reapertura de los
talleres ferroviarios: “con hierros viejos, hoy ponemos en marcha sueños
nuevos”.
Toda la vocinglería sobre los derechos humanos no puede ocultar que el
gatillo fácil sigue a sus anchas, que el aparato del estado es nido de
los “Proyectos X”, que existen más de 5.000 luchadores procesados y que
aún en lo que se supone el activo histórico de este gobierno en materia
de penalización a los genocidas las cifras son lapidarias: al cumplirse
38 años de la dictadura militar había 520 condenados por crímenes de
lesa humanidad, de los cuales solo 71 tenían condena firme - de los 927
detenidos, casi el 40 % está en detención domiciliaria o VIP en
dependencias de las fuerzas de seguridad u hospitales.
A 13 años, es incontrastable que la deuda nos esclaviza como nunca, que
el gobierno se ha empeñado en la “vuelta a los mercados” al precio que
fije el capital financiero, que la crisis en curso acentuará la penuria
de trabajadores, jubilados y clases medias y la entrega a Milani no ya
del Estado Mayor sino de la Side son la medida del reforzamiento del
aparato represivo, de la disposición a hacerle pagar a los trabajadores
la crisis capitalista y en definitiva, de la descomposición del gobierno
“nacional y popular”.
A 13 años, y en oposición, se desplegó una transición en el movimiento
obrero, entre una camada de delegados y activistas sindicales
independientes y una burocracia sindical en descomposición. También una
generación estudiantil protagonizó la recuperación de centros y
federaciones universitarias, al igual que la juventud secundaria. Solo
después de que este proceso adquiriera peso propio, el gobierno CFK
instaló el planteo del “retorno a la política” en una tentativa de
cooptación desde el Estado.
Casi a esta altura, en el 2004, nos hicimos una pregunta: “¿Podría ser
que la resaca del Argentinazo contenga mayores potencialidades
revolucionarias que el propio Argentinazo?” y la respondimos de este
modo: “la etapa actual ofrece la oportunidad (que se cerró muy rápido
luego del Argentinazo) de desarrollar una experiencia popular más amplia
en el tiempo (y en el espacio social) y, como consecuencia de esto, la
posibilidad de desarrollar una mayor preparación política. En este
sentido la resaca ofrece mejores perspectivas que la embriaguez” (PO
865, 26.8.2004).
A trece años del Argentinazo, el fracaso del nacionalismo está
planteando una nueva oportunidad. El PO y el Frente de Izquierda están
canalizando, con un planteo de lucha de clases e independencia política,
a los “indignados” de la Argentina y ofreciendo, no solo a ellos, una
alternativa de poder.
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