En los registros de la memoria colectiva de los argentinos se
ha atesorado una frase por cierto musical y poética. Fue pronunciada
por el presidente de la Nación, Juan Domingo Perón, el 12 de junio de
1974, frente a una multitud que ansiaba escucharlo: "Llevaré grabado en
mi retina este maravilloso espectáculo [...] llevo en mis oídos la más
maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino".
Esas
palabras, que transmiten el vínculo emocional de un líder con el pueblo
que lo escuchaba arrobado en la Plaza de Mayo, se conservarán para
siempre como el testimonio final de una época y de un ícono. Desde 1946
hasta ese día, el hombre que la pronunciaba había participado de manera
decisiva, primero desde el gobierno y luego desde el exilio, en la
compleja política argentina. De pie en el balcón de la Casa de Gobierno,
testigo de jornadas multitudinarias, Perón se estaba despidiendo de su
pueblo y eligió las mejores palabras, que quedaron grabadas en las
páginas de la historia como su último mensaje.
¿Fue ese su último mensaje? Frente a su pueblo, sí. Pero no el último.
Cinco días más tarde, ante un grupo más reducido, habló nuevamente: "Tendríamos que emplear una represión un poco más fuerte y más violenta también".
El
17 de junio de 1974, el líder del justicialismo pronunció esa frase
amenazadora. Fue su última advertencia; frente a él estaban los máximos
dirigentes gremiales, partícipes directos e indirectos de crímenes
aberrantes, atentados con bombas, torturas y desapariciones de
opositores. Ignoraba que faltaban catorce días para su muerte, pero era
absolutamente consciente de que con esa recomendación desataría una ola
todavía más sangrienta de la que ya aquejaba a la Argentina.
Apenas
habían pasado doce meses desde su retorno definitivo y llevaba nueve en
el ejercicio de la presidencia. A pesar de que los muertos se contaban
por decenas y que las armas acallaban toda voz discordante, el General
insistió en recomendar una represión "más fuerte y más violenta",
precisamente ante quienes sabía que eran cómplices de esa violencia. No
lo hacía frente a los jefes de las fuerzas de seguridad, autorizados
por la Constitución Nacional para reprimir a quienes atentaran contra el
sistema democrático, sino ante jefes de sindicatos que habían
convertido sus sedes en verdaderos arsenales para castigar a cualquiera
que cayera en la categoría de enemigo.
Dejaba
así un legado que se ejecutaría sin piedad durante el siguiente año y
medio. Sus palabras contenían una parte de verdad: había intentado
erradicar la violencia mediante una convocatoria a someterse a la ley y
abandonar las armas. Pero advertido rápidamente de que su predicamento
caía en el vacío, recurrió a la peor de las alternativas: la represión
parapolicial, la autorización para que operaran bandas de ultraderecha
de su propio partido, el aliento a una burocracia sindical que no
titubeaba en el uso de las armas, la designación de funcionarios con
antecedentes criminales y el silencio condescendiente ante cada acto
cometido por ellos.
Esas bandas entendieron y
acataron su mensaje: continuaron secuestrando y matando a un universo
muy amplio de militantes, activistas sindicales, estudiantes, defensores
de presos políticos, intelectuales, líderes sociales y religiosos. A
partir de la muerte del líder, cuando lo sucedió su esposa y
vicepresidenta, María Estela Martínez de Perón, el accionar de esos
grupos se incrementó todavía más en una espiral de violencia que
desembocó en el golpe militar de 1976.
Perón
había realizado reiterados llamados a la convivencia y al diálogo que
tenían como telón de fondo enfrentamientos ideológicos y políticos en el
interior del universo peronista pero también fuera de él. Su
convocatoria fue escuchada y apoyada por la ciudadanía, por partidos
políticos y sectores empresariales. Pero rechazada no solo por las
organizaciones armadas marxistas que habían luchado contra la dictadura
militar de los generales Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston
y Agustín Lanusse (1966-1973), sino también por aquellos que buscaron
darle una nueva identidad al peronismo, enfáticamente rechazada por
Perón y por el aparato peronista mediante una violencia descarnada e
inédita durante un gobierno elegido democráticamente en la Argentina. A
pesar de contar con todos los instrumentos legales de la Constitución
Nacional, el Estado se involucró en ese combate ilegal utilizando grupos
armados que actuaron con el beneplácito de un gobierno que no supo —o
no quiso— ajustarse a la ley.
Al recurrir a métodos ilegales, el propio Estado se convirtió en una banda. Existen
dos presuntas verdades aceptadas por una parte significativa de la
historiografía política que se inscribe en esa línea: a) La Triple A fue
una creación de José López Rega y comenzó a actuar luego de la muerte
del presidente Juan Domingo Perón; b) El Plan Cóndor fue ideado y
llevado a la práctica luego del golpe de Estado de 1976. Esa
interpretación de los hechos históricos tiene como objetivo deslindar
las responsabilidades de Perón desde su regreso al país en junio de 1973
hasta el día de su muerte, el 1° de julio de 1974.
En
la batalla por imponer una determinada interpretación del pasado, el
desplazamiento de fechas y episodios ocurridos en la década del setenta
se ha convertido en un lugar común que sirve para ocultar, o en el mejor
de los casos confundir, la responsabilidad que tuvieron dirigentes
relevantes de la política nacional. La transferencia de decisiones
tomadas por unos y adjudicadas a otros procura disimular esas
responsabilidades. Para ello se corren los calendarios, se silencian
declaraciones y decisiones, se ignora la firma de decretos clave en la
historia de ese período o, con argumentos más o menos desarrollados, se
construyen explicaciones acerca de influencias personales, debilidades
físicas y cercos invisibles nunca comprobados.
Hechos, nombres y decisiones se recuerdan parcialmente, se niegan, se escamotean o se esfuman sigilosamente del presente. Es
un archipiélago de memorias, pequeñas islas que van cambiando sus
sentidos mientras se asocian, se interpelan, se enriquecen o se
desmienten. Porque la memoria es una construcción social que se va
conformando con retazos y parcialidades.
Desde
múltiples miradas, distintos sectores sociales intentan preservar su
propia versión y en muchos casos es prácticamente imposible hallar
puntos de unión que concuerden en el signifi cado de un mismo suceso. De
acuerdo con la selección que se haga, la narración parcial de episodios
puede ser un instrumento que justifi que cualquier acción individual o
institucional. Incluso el terrorismo de Estado y las prácticas políticas
ilegales. En buena parte de los casos se intenta sumar la adhesión
social a la propia memoria sectorial.
Se
disputa palmo a palmo la interpretación de cada suceso como se
disputaría la trinchera del enemigo; porque si se logra imponer la
versión propia se habrá conquistado la historia pasada. Y con ese
triunfo, también el presente. Pero cuando las ideas sobre el pasado se
transforman en verdades absolutas, se obtura toda posibilidad de diálogo
y discusión.
"Perón y la Triple A", de Sergio Bufano y Lucrecia Teixidó (Sudamericana).
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