La Unión Industrial ha intensificado una cruzada contra lo que denomina
una “baja competitividad laboral argentina”. Según los datos que
aporta, Argentina estaría en 1,87 de un índice de “costo de producción”,
cuando Estados Unidos, Chile y Japón rondan en 0,40 y China en 0,17. O
sea que aquí costaría cuatro veces más que en algunos de los países
desarrollados producir cada unidad de cualquier producto o servicio.
El problema, sin embargo, no reside en el salario. En esos mismos
estudios, y cuando se compara el costo salarial, Argentina aparece en el
ranking con 11 dólares la hora; Brasil, con 6,50 y Japón, Estados
Unidos y Alemania, entre 23 y 46. Pero incluso esa cifra es engañosa,
pues no incorpora en el promedio al 40 por ciento de trabajo en negro de
la Argentina, lo que hace que los salarios medios desciendan
abruptamente. Esa cifra, además, no se refiere al salario de bolsillo,
sino que incluye las cargas patronales. Descontándolas, estaríamos
hablando de un salario del orden de los 8 dólares por hora -o sea, unos
20.000 pesos por mes. Pero una franja muy reducida, alrededor del 20% de
los trabajadores, alcanza o supera esa cifra. En cambio, más del 50 por
ciento de los salarios en blanco no supera los 12.000 pesos, cuando la
canasta familiar orilla los 20.000. Lo que es elevado, en pesos y en
dólares, es el costo de vida, en tanto que el poder adquisitivo de los
salarios está por el suelo.
El problema de la “competitividad”, entonces, hay que buscarlo en el
costo empresario. La inversión de la clase capitalista no llega al 20%
del producto total de la economía, y ni siquiera compensa la
depreciación y obsolescencia de la maquinaria. Incluso en el período de
mayor reactivación bajo el kirchnerismo, el capital ha preferido
contratar personal en lugar de invertir, aprovechando la baratura de la
mano de obra. Estamos frente a una “huelga” de inversiones -no sólo en
la Argentina, sino a nivel internacional-, que tiene como telón de fondo
la crisis de sobreproducción mundial, que ha estado acompañada de una
tendencia a la deflación y a una caída pronunciada de la tasa de
beneficio. Pese a años de desinversión, se da la paradoja de que la
Argentina “padece” un exceso de capital en relación con sus
posibilidades de valorización.
Las promesas sobre la “lluvia de inversiones” y un despegue económico
en el segundo semestre han quedado archivadas. Adicionalmente, los
tarifazos y la devaluación han aumentado los costos industriales. El
retroceso del PBI podría superar al 3% este año, mientras que la
industria tuvo una caída superior al doble de esa cifra. La devaluación
de la moneda ha sido incapaz de sacar del pantano a los resultados del
comercio exterior, que sólo registraron un leve resultado positivo en el
semestre porque la recesión económica contrajo las importaciones. El
cuadro recesivo viene acicateado por el agravamiento de la bancarrota
capitalista y, particularmente, por el colapso económico de Brasil. La
industria automotriz de ese país, a la que se destinan seis de cada diez
vehículos producidos localmente, se ha desplomado en 2016 y se espera
el mismo resultado en 2017. Esto crea una capacidad ociosa, lo que
explica el aumento de los costos por unidad producida y no el nivel
salarial. Precisamente en Brasil, donde los salarios -según los cálculos
de la UIA- serían la mitad de los de la Argentina, los valores por este
concepto se disparan.
Cuando se habla de “competitividad” no se puede soslayar tampoco el
costo financiero. Aún después del arreglo con los buitres, la Argentina
sigue pagando tasas propias de defol. El financiamiento de la quiebra
del Estado -del Tesoro nacional, los Estados provinciales y el Banco
Central- como resultado del pago serial de la deuda pública, es una
hipoteca pesada sobre el conjunto de la economía y, a la vez, una fuente
de beneficios extraordinarios para quienes lucran con ella. Los dólares
que han ingresado al país engrosan esa bicicleta financiera, que otorga
rendimientos usurarios a los inversores. Ello oficia como una barrera a
cualquier tentativa de reactivación, mientras agrava el déficit fiscal y
el quebranto de las finanzas públicas. No es ocioso señalar que uno de
los sectores que más lucra con esta operatoria es la propia burguesía
nacional, que detenta una parte importante de los títulos públicos. Los
recursos que el capital sustrae del ámbito productivo y se fugan del
país vuelven bajo la forma de préstamos y colocaciones especulativas.
La campaña contra la falta de “competitividad” o “productividad
laboral” es una pantalla para promover un salto en el grado de
explotación de la clase obrera. La Unión Industrial -pero en eso
coinciden las demás fracciones capitalistas- impulsan una reforma
laboral que acentúe la precarización y la inseguridad (reforma del
régimen de las ART).
Por otra parte, la patronal industrial, particularmente aquella
vinculada a la exportación, plantea la cuestión del “aumento de costos”
para reinstalar el reclamo de una devaluación, lo que a su turno,
avivaría las tendencias inflacionarias.
Lo que actúa como un freno al desarrollo de las fuerzas productivas es
el capital y no la fuerza de trabajo. Frente al chantaje patronal,
reclamemos que se abran los libros y las cuentas de las empresas, que se
exhiba y se ponga bajo el escrutinio popular cuáles son sus costos
reales, en cuánto incide el precio (y el sobreprecio) de los insumos y
de las tarifas, cuál es el costo financiero y, por sobre todo, cuáles
son los márgenes de utilidades -incluidas las ganancias financieras y
las de los sobreprecios monopolistas- y cuáles son los niveles de
inversión, para comparar toda esta enorme cuenta con la de los salarios.
Esto pondrá en la superficie el enorme parasitismo patronal y la
necesidad de invertir la fórmula: que la crisis la paguen los
capitalistas, lo cual debe ser encarado como parte de una reorganización
integral del país liderada por la clase obrera.
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