Hasta hace poco tiempo, se decía que lo peor de la crisis mundial había
pasado. Para ello, se exhibían síntomas de recuperación en Estados
Unidos. A partir de esas expectativas, las autoridades de la Reserva
Federal resolvieron aumentar la tasa de interés a fines del año pasado,
y adelantaron su intención de proceder a nuevas alzas en los trimestres
siguientes. Pero estas proyecciones se han desinflado, invirtiendo los
pronósticos. The Wall Street Journal advierte sobre el “descenso más
prolongado de la productividad laboral en Estados Unidos desde fines de
los años ’70 (que) amenaza las perspectivas a largo plazo de la economía
del país y podría llevar a la Reserva Federal a mantener las tasas de
interés bajas por muchos años” (WSJ, 11/8).
Asistimos al tercer trimestre consecutivo de una baja de la
productividad -el período más largo desde 1979-, lo que ilustra el
empantanamiento en la economía. El crecimiento económico de Estados
Unidos en el segundo trimestre fue solamente del 1,2 por ciento.Pero
esta impasse integra una tendencia mundial. En Europa, apenas ascendió
al 0,3 por ciento. El crecimiento chino continúa en brusco declive, y
gran parte de América Latina se encuentra en retroceso.
El telón de fondo de estos datos es una crisis enorme de
sobreproducción -o sea, un exceso de capitales y mercancías en relación
con sus posibilidades de valorización. Esto nutre las tendencias
deflacionarias y la caída de los beneficios y, de la mano de ello, un
retraímiento de la inversión. Las tendencias deflacionarias se expresan
en el crecimiento de una deuda pública que hoy está colocada a tasa de
interés negativa, y que pasó en el último año de 1,3 a 14 billones de
dólares a nivel mundial. La ausencia de rendimientos financieros
positivos implica una amenaza al sistema bancario y a las compañías de
seguros, y constituye un registro inapelable de la tendencia a la
depresión económica. La actividad petrolera es un ejemplo elocuente de
este proceso: algunos vieron en la caída del precio de los hidrocarburos
la oportunidad de un relanzamiento de la economía, a caballo de la
reducción de los costos industriales y el aumento del consumo. Lejos de
ello, la rebaja de los combustibles sólo condujo a un derrumbe de la
industria petrolera, con su secuela de cierres, despidos y concentración
industrial.
En 2015, el informe anual del FMI señalaba que la caída de la inversión
privada estaba en el centro del fracaso de la recuperación de la
economía global desde la crisis de 2008, a pesar del crédito a bajísimas
tasas de interés y del rescate multimillonario de los bancos que
emprendieron los Estados de las principales potencias y sus respectivos
bancos centrales. En el trimestre más reciente, la inversión privada en
Estados Unidos cayó 9,7 por ciento, el tercer peor descenso trimestral.
Esta caída en la inversión en los países capitalistas avanzados está en
la base del desmoronamiento de la productividad.
Las grandes empresas han acumulado billones de dólares en efectivo y no
los invierten ni en la producción ni en la investigación y desarrollo.
Utilizan esos fondos para recomprar acciones, aumentar sus dividendos y
llevar a cabo fusiones y adquisiciones
Esto explica la paradoja de que el desempeño productivo sea cada vez
más magro, mientras el precio de las acciones en las bolsas mundiales
alcanza niveles récord. Cuando se examinan los balances, se observa que
una porción significativa de sus utilidades provienen de colocaciones
financieras.
Nueva burbuja
Esta hipertrofia del sector financiero ha terminado por socavar la base
industrial norteamericana. Su contracara es un aumento de la
especulación y una inflación de los activos, que no es otra cosa que
capital ficticio. La economía estadounidense está sentada en una nueva y
explosiva burbuja, que prepara una crisis de mayores proporciones que
la de 2008. Esto empalma con las tendencias a la desintegración de la
Unión Europea, que han pegado un nuevo salto con el Brexit y el estado
de falencia en que se encuentra la banca del continente; con el impasse
de la economía japonesa, que no logra salir de la recesión pese a los
abundantes recursos puestos por el Estado; con la crisis de China y con
el derrumbe de los países emergentes.
El agravamiento de la bancarrota capitalista explica la creciente
rivalidad entre los Estados y, con ello, las tendencias a la guerra
comercial, monetaria y a la guerra misma. Ello se evidencia ahora en
Estados Unidos, en el recurso creciente de los candidatos a la demagogia
social y chovinista, que florece en forma proporcional a la
desintegración de los partidos tradicionales. Pero esta crisis de fondo
es también el laboratorio y el caldo de cultivo de grandes sacudidas
sociales y, al ritmo de ellas, de giros políticos profundos de las
masas.
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