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viernes, 10 de julio de 2009

Ajuste, salario y crisis en la economía mundial




escrito por Antonio Sanabria, Bibiana Medialdea, Luis Buendia, Miguel Montayà, Nacho Álvarez y Ricardo Molero


La crisis por la que atraviesa actualmente la economía mundial tiene su origen en el modelo económico neoliberal surgido a partir de los años setenta. Dicho modelo se basaba en la puesta en marcha de un proceso de ajuste estructural de carácter permanente sobre el salario como base para la recuperación de la rentabilidad empresarial. Aunque este proceso, que devino en una progresiva pauperización de la clase trabajadora, permitió un relativo redespliegue del crecimiento económico mundial, presentaba, sin embargo, unos límites de carácter intrínseco. Así, la acumulación de importantes tensiones en el centro mismo de dicha economía ha hecho estallar ahora una burbuja financiero-especulativa que ha puesto en tela de juicio la viabilidad de dicho modelo neoliberal. Sin embargo, los indicios que empiezan a aparecer en forma de respuestas frente a la crisis hacen temer que la salida a esta crisis se haga sobre la base de una vuelta de tuerca más en el ajuste salarial.

Crisis de rentabilidad y ajuste salarial desde los años setenta: el modelo neoliberal

El modelo de acumulación surgido tras la II Guerra Mundial, denominado en ocasiones como “edad dorada” del capitalismo, mostraba síntomas de agotamiento ya a finales de los años sesenta. Entre ellos los que se hacían más evidentes eran la ralentización del crecimiento, la inflación y el desempleo. Sin embargo, más allá de factores puntuales, el agotamiento del modelo venía determinado por una caída de la rentabilidad empresarial que mostraba el definitivo colapso del patrón de acumulación posbélico. Los beneficios disminuían mientras que la inflación, al situarse en tasas superiores a las de los tipos de interés, erosionaban el valor de los préstamos y otros activos financieros. La reducción que ello supuso en términos de ingresos para el capital durante los años setenta, junto con la incapacidad de las políticas keynesianas para dar la vuelta a esta situación, terminaron por precipitar una crisis de enormes magnitudes.

Aquella crisis, lejos de constituir un episodio pasajero, se mostraba como un fenómeno estructural y duradero que, de hecho, según muchos autores ha llegado hasta nuestros días (Vidal Villa y Martínez Peinado, 2000:381-392). La escalada de reformas que, como respuesta a la crisis, se puso en marcha en la década posterior (Álvarez, 2007:19), tomó la forma de un ajuste permanente sobre el salario, como medida de recomposición de las relaciones capital-trabajo, con el objetivo último de recuperar la rentabilidad. Cinco son los ejes principales de esas políticas de ajuste (Edwards, 1995) que, con un carácter universal y bajo el conocido nombre de neoliberalismo, se impusieron a lo largo y ancho del mundo durante las tres últimas décadas:

  • Ajuste fiscal: de manera general se amplió la base imponible al tiempo que se reducían los tipos impositivos, favoreciéndose especialmente a las rentas del capital y a la población de altos ingresos.
  • Liberalización comercial: bajo los auspicios de la OMC, y con el impulso de cada vez más proyectos de integración regional, se redujeron las barreras comerciales (especialmente las arancelarias) en detrimento de los sectores más sensibles a la competencia internacional.
  • Reforma del sector financiero: esta categoría agrupa a una amplia variedad de medidas tendentes a desregular los flujos de capitales (especialmente los internacionales). Prácticamente todos los gobiernos abolieron las reglamentaciones sobre el crédito, liberalizaron los movimientos internacionales de capitales y desreglamentaron los mercados de acciones. Además, se impulsaron los mercados de deuda pública, divisas, obligaciones y derivados.
  • Privatizaciones: consistió en la transferencia, primero de empresas y luego de otras funciones y servicios públicos, a manos privadas, insertándolas, por tanto, en la misma lógica de la rentabilidad.
  • Desregulación laboral: supuso una progresiva pero profunda reforma del mercado de trabajo a fin de flexibilizar las formas de contratación, reduciendo las garantías legales y la capacidad negociadora de los trabajadores, así como los costes de contratación y despido.

Este conjunto de políticas de ajuste, que también implicaron medidas de gran relevancia tomadas por las empresas en el ámbito directamente productivo, devinieron en un generalizado ajuste sobre el salario, entendido éste en sus tres componentes principales: salario directo, salario indirecto y salario diferido. De este modo justo antes del estallido de la crisis financiera en EE.UU. se constaba, tanto en esta economía como en el resto del continente americano, una caída del salario directo en términos reales, un intenso deterioro de los salarios indirecto y diferido y un generalizado empeoramiento de las condiciones laborales. Así, por poner sólo un ejemplo, el salario medio en términos reales de un trabajador estadounidense había pasado de ser 8,99 dólares/hora en 1972 a 8,24 dólares/hora en 2006. No es de extrañar que, de este modo, se produjese, en los países tanto del centro como de la periferia de la economía mundial, un marcado retroceso de la participación de los salarios en la renta nacional, al mismo tiempo que un incremento de la de los beneficios, dejando claro el carácter de clase de las medidas neoliberales.

Lo más paradójico es que a pesar de esto, es decir, a pesar del éxito a la hora de recuperar la rentabilidad, sin embargo, con el proceso de ajuste no se logró un redespliegue equivalente de las capacidades productivas. Así se refleja, por ejemplo, en que según los datos de la OCDE, el crecimiento económico anual de sus países miembros ha sido cada vez más débil. Una tendencia que, junto con la creciente inestabilidad de la economía mundial, ha desincentivado la inversión productiva, dando lugar, como característica del modelo de ajuste, a una baja proporción de la inversión en relación con el PIB. De esta manera, según datos del Banco Mundial, la tasa media anual de crecimiento de la inversión bruta entre 1990 y 1996 fue de 2,7%, mientras que la tasa media entre 1966 y 1973 había sido de un 7% anual (Crotty, 2000: 4-5).

Es decir, si bien el proceso de ajuste fue capaz de recuperar los niveles de rentabilidad, lo hizo sin lograr recomponer con ello el ritmo de acumulación, llevando a una necesidad de políticas de ajuste cada vez más profundas y desfavorables a los trabajadores. El ajuste ha devenido, así, un proceso permanente, convertido en imprescindible para sostener el crecimiento de la rentabilidad, pero que obstaculiza al mismo tiempo las bases necesarias para sostener el crecimiento económico lo que, de nuevo, hace necesario recurrir a él.

La crisis actual tiene que ver con esa incapacidad de las políticas de ajuste neoliberal para asegurar el sostenimiento de las tasas de crecimiento, pero, no sólo eso, sino que, a su vez, los fundamentos de dicho crecimiento han perdido solidez también como consecuencia del sobredimensionamiento financiero que han originado.

La financiarización como detonante de la crisis mundial

Así es, dada la creciente dificultad de valorización del capital en los circuitos productivos, la reforma de los mercados financieros ha sido un mecanismo clave para completar su rentabilidad en ese otro ámbito de la economía. Tanto es así que podríamos hablar de un nuevo modelo de crecimiento (o patrón de acumulación) en el que los beneficios se realizan fundamentalmente en circuitos financieros, y no a través de la producción y del comercio (Krippner, 2005:174). Este hecho se evidencia al comparar la rentabilidad de las sociedades financieras con las no financieras en EE UU. Si en 1981 la tasa de beneficio de las sociedades no financieras rondaba el 5%, mientras que la de las sociedades financieras era del 15%; en 2006, esas tasas habían evolucionado hasta el 10% y el 35% respectivamente (Álvarez y Medialdea, 2009:24).

No es de extrañar que desde los años ochenta se constate un crecimiento desproporcionado de las finanzas, que se han ido desvinculando progresivamente de la dinámica de la economía productiva. Como ya es sabido, mientras que el PIB mundial a precios corrientes se ha duplicado entre 1990 y 2005, el volumen de transacciones de los mercados de divisas se ha multiplicado por 3,5, el de deuda pública y el de derivados por 4, y el de acciones por 9 (op. cit.,, 2009:23). Para referirse a esta nueva y creciente importancia de las finanzas dentro de la actividad económica algunos autores acuñan el concepto de financiarización, que alude a un proceso según el cual las finanzas pierden su tradicional función de nexo entre el ahorro y la inversión productiva, para crecer exponencialmente en forma de masas de capital líquido que es rentabilizado en el ámbito financiero. Se trata de un capital ficticio que no financia la actividad productiva, de la cual se halla totalmente desvinculado, y se convierte en una fuente permanente de inestabilidad financiera que alimenta la tendencia a la formación de burbujas especulativas, de un carácter cada vez más frecuente y virulento.

No en vano, hay que recordar que el estallido de la crisis de las hipotecas subprime de EE.UU. en el verano de 2007 tiene su origen último en el pinchazo anterior de la burbuja tecnológica en 2000-2001. En efecto, con motivo de éste se movieron ingentes masas de liquidez hacia su inversión en inmuebles, considerados como valores refugio. Ese mismo exceso de liquidez a la búsqueda de rentabilidad impulsó a los bancos a otorgar créditos fáciles a hogares y empresas, alentados por tipos de interés reducidos. Ello terminó por impulsar la dinámica especulativa y el sobreendeudamiento en el mercado inmobiliario de hogares formados en su gran mayoría por asalariados. Si entre 2002 y 2006 las economías crecían al 3%-4%, los precios de la vivienda lo hacían al 15%-20% anual en EE UU (Álvarez y Medialdea 2009:26), y a un promedio de 14% en España (según datos oficiales del Ministerio de la Vivienda).

El inicio de la caída de los precios de la vivienda, unida al alza de tipos entre 2004 y 2007, determinó la quiebra de la lógica del endeudamiento. El pinchazo causó una reacción en cadena favorecida, precisamente, por el proceso de financiarización. Los bancos que concedieron créditos hipotecarios en EE UU los habían vendido a terceros: los bancos de inversión titularizaron esos créditos (agrupándolos en paquetes que conjugaban diversos grados de riesgo), creando los bonos CDO que fueron comprados por inversores que, a su vez, crearon productos derivados (CDS) para diluir el riesgo (es decir, para propagarlo). Cuando estalló la burbuja inmobiliaria y aumentó la tasa de morosidad, la cadena se rompió por el eslabón más débil: los hogares más pobres comenzaron a no poder pagar sus hipotecas. A pesar de que las agencias internacionales de calificación (Moody’s, Standard & Poor’s, Fitch) habían certificado con “seguridad máxima” los bonos CDO, estos títulos se desvalorizan rápidamente.

Así, la crisis no ha tardado en golpear con dureza a la economía real de las potencias mundiales. El colapso del sector inmobiliario ya supone de por sí un fuerte impacto en algunas economías, como la española. Pero a eso se han unido los problemas de liquidez de las entidades financieras y, especialmente, el hecho de que éstas desconozcan la magnitud de las pérdidas en los balances del resto de entidades. Ello ha inducido una drástica restricción del crédito: los bancos dedican su liquidez a solucionar los agujeros en sus balances, antes que a prestar a otros. El colapso crediticio bloquea el comercio, la inversión empresarial y el consumo, interrumpiendo con ello la producción económica.

El hecho es que en la situación actual es posible contrastar muy claramente la incapacidad que han tenido las medidas del ajuste neoliberal para permitir al capitalismo mundial superar su tendencia recurrente a la crisis. El proceso de financiarización, permitido por la desregulación que se ha producido del sector financiero, sólo es la forma concreta que ha tomado el ajuste sobre el salario durante las tres últimas décadas. Como consecuencia de ello, la caída de la participación de los salarios en la renta nacional ha tenido como contrapartida un incremento de la rentabilidad del capital que se ha canalizado hacia el citado ámbito financiero.

En último lugar, si a pesar de esa recuperación de la rentabilidad que se ha propiciado, no ha sido posible sostener el proceso de acumulación y crecimiento, lo que habría que plantearse, entonces, es cuáles serían las políticas de respuesta frente a las crisis que sí lo permitirían. O, más aún, si se tiene en cuenta que las alternativas principales que se vislumbran en el horizonte, como la keynesiana, también se demostraron ya insuficientes para asegurar ese proceso y fueron abandonadas, entonces quizás habría que cuestionar la viabilidad de tales políticas.

Respuestas a la crisis: ¿soluciones o huída hacia delante?

En este sentido, vemos que en el seno de los gestores del sistema no existe actualmente un consenso lo bastante amplio sobre las causas y el alcance de la crisis, y se aprecia división de opiniones y de intereses, lo cual conduce a una toma de medidas a menudo tímida y contradictoria. Así, por ejemplo, la patronal CEOE reconoce la “debilidad de la demanda interna” como un elemento que lastra la recuperación de la economía, pero no aboga por políticas de demanda activas, sino por medidas como el abaratamiento del despido, la contención salarial, la reducción de las cuotas patronales a la Seguridad Social y, en definitiva, por medidas que la debilitarían aún más. De esta manera, se aspira a una nueva oleada de políticas neoliberales. Sin salir de España, también resulta elocuente el esfuerzo de austeridad económica que están realizando muchos poderes públicos autonómicos y locales (lo cual retroalimenta la crisis).

Mientras tanto, otras voces del sistema apuntan su diagnóstico hacia una crisis de demanda y a la necesidad de políticas fiscales activas para enfrentarse a su drástica caída, acompañadas de políticas monetarias expansivas. De esta manera, organismos como el Fondo Monetario Internacional desempolva ciertas ideas de un keynesianismo que había completamente denostado hasta finales de 2007, mientras que las principales instituciones estatales, como el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal en el caso de EE.UU, o el Banco Central Europeo y los diferentes gobiernos en el de la Unión Europea, centran completamente sus políticas en la activación de la demanda.

Pero basta detenerse en observar dos capítulos importantes de estas políticas para encontrar elementos de acuerdo entre dos posturas aparentemente divergentes. En el caso de España, desde ningún sector del capital se formulan críticas sustanciales a las ingentes sumas de dinero inyectadas para sostener el sistema bancario, ni los desembolsos destinados a apuntalar el sector de la construcción. Aunque los acontecimientos evolucionan con rapidez, la apuesta que parece subyacer a las políticas anticrisis consiste en apuntalar el modelo económico actual sin cuestionar sus fundamentos, intentando superar una crisis que todavía se concibe como un bache. Parece que, más allá de la retórica oficial de la “búsqueda de un nuevo modelo” que no termina de concretarse como propuesta coherente, se opta por una suerte de huída hacia delante, consistente en extenuar las posibilidades económicas del modelo actual.

Ante esta situación es imprescindible formular dos preguntas: ¿Son suficientes las medidas actuales para revertir la situación económica? Y ¿por cuánto tiempo podrán sostenerse? La cúpula del capital ha impulsado la intervención del Estado para rescatar entidades financieras, realizándose una tremenda transferencia de rentas desde las arcas públicas hacia entidades financieras sin garantía de reposición y sin que ello suponga un control efectivo de la banca por el Estado (Álvarez y Medialdea, 2009:30). Las inyecciones de liquidez del BCE se están realizando a cambio de activos no seguros, y todo el proceso destaca por su opacidad. Se socializan pérdidas en favor del rentismo financiero sin contrapartida alguna que proteja a los asalariados frente a la crisis, al tiempo que estas medidas evidencian la existencia de recursos suficientes para hacerlo si hubiese voluntad política. El déficit público aumenta y la economía, que deberá generar recursos para cerrar ese déficit en el futuro, no se recupera. Ante una crisis de realización, el desfase entre oferta y demanda se ha cerrado históricamente por dos mecanismos: las políticas de estímulo de la demanda y la destrucción de fuerzas productivas (aumento del desempleo, cierre de empresas, etc.). Mientras no surta efecto lo primero operará lo segundo.

Además, como se ha dicho antes, da la impresión de que las políticas anticrisis no se cuestionan los fundamentos de un modelo económico que parecen querer salvar. Pero ¿hasta qué punto es factible continuar con la dinámica económica de largo plazo que ha originado la ofensiva neoliberal contra el trabajo? ¿Hasta qué punto puede sostenerse la lógica de las políticas de ajuste? Hemos visto que éstas dan pie a un círculo vicioso que involucra elementos comprometen su propia viabilidad:

1. Se basa en un ajuste permanente sobre el trabajo, lo cual se traduce en un deterioro constante de la posición relativa de los trabajadores en el reparto de la renta, y de su progresiva exclusión del progreso económico.

2. Aunque ha recuperado los niveles de rentabilidad, no ha logrado recomponer el ritmo de acumulación, por lo que se polariza la capacidad de ahorro mientras se estrechan las posibilidades de inversión productiva.

3. Como consecuencia de lo anterior, aumenta la presión para incorporar a la lógica del beneficio espacios que todavía están a salvo de ella (y que son finitos), por mecanismos como las privatizaciones o la rapiña de los recursos naturales.

4. También aumenta exponencialmente la masa de capital líquido, lo cual alimenta una lógica de financiarización progresiva que, a su vez exige una desreglamentación creciente. Ello provoca un descontrol que hace cada vez más frecuentes y profundas las burbujas especulativas.

Este modelo económico ha sido capaz de dar al traste con una premisa irrenunciable del progreso de las sociedades: que una generación tenga mejores condiciones de vida que la anterior. Esto ya no se cumple para la inmensa mayoría de la población mundial: la clase trabajadora. Pero por encima de esto (o, precisamente a causa de ello), ahora se ve comprometida precisamente la propia viabilidad del modelo, y se hacen patentes los cada vez mayores costes sociales del sistema capitalista, que genera una brecha cada vez mayor entre la potencialidad económica de la humanidad y la realidad de la crisis mundial. No nos queda sino denunciar una vez más lo que tanto tiempo hace que quedó constatado: que el capitalismo sólo se mantiene en pie a costa de ensanchar dicha brecha. Si la historia nos demuestra que todos los modelos de política económica que se han puesto en marcha para sostenerlo han fracasado, ¿no será hora ya de dejar de intentarlo?

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Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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