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sábado, 10 de abril de 2010

La Argentina y sus espectros

Por Ricardo Forster

El recuerdo regresa con claridad, como si no hubiesen pasado más de cuatro décadas; es un mediodía lluvioso y frío de junio y el salón de actos de la escuela está surcado por un murmullo tenso que se expande hacia todos los rincones mientras los niños aprovechamos el clima que se vive, la distracción de nuestras maestras, para jugar en las filas volviéndolas formas zigzagueantes. En los rostros adultos no hay tristeza, apenas cierta confusión que en algunos se entremezcla con una sonrisa rutinaria. La palabra va creciendo de a poco pero ya se ha instalado entre nosotros, se va ubicando, sin que tengamos conciencia de ello, en nuestra cotidianeidad, se vuelve parte de nuestras biografías. Revolución.

Qué extraño que una palabra que años después alcanzará para algunos de nosotros una connotación fabulosa, santo y seña de nuestras utopías, haya recorrido, ese mediodía de 1966, el salón de actos de la escuela para dejar testimonio de un golpe de Estado, de una nueva intervención de las Fuerzas Armadas en el escenario nacional. La directora nos dirige un breve discurso del que sólo me quedan retazos, palabras dispersas que juguetean dentro de mí y que no estoy muy seguro de si las escuché allí o en la panadería o tal vez en mi casa o en la de algún amigo. Entre ellas no recuerdo la palabra democracia, nadie parece haberla pronunciado con cierta amargura o señalando su pérdida.

Tal vez, eso lo pienso ahora, democracia era una palabra ausente, poco importante en el vocabulario de los argentinos, apenas un término mudable que podía utilizarse de tantas maneras distintas que simplemente se esfumaba del vocabulario, pero no porque hubiera metabolizado en nuestro organismo sino porque sonaba ahuecada, carente, insulsa, como ese viejo presidente que sin pena ni gloria, según veíamos en la televisión blanco y negro, abandonaba la Casa Rosada. Nadie lloró ese día, nadie se desgarró las vestiduras, no hubo manifestaciones espontáneas de repudio, no se vertió sangre democrática, apenas si las amas de casa se apresuraron a llenar las despensas por cualquier cosa.

Esa imagen de mi infancia me dice mucho de nuestra historia y de nuestro presente. Pero no lo hace sólo desde el reconocimiento de la complicidad de una mayoría abrumadora con el golpe de Onganía, tal vez no muy diferente de aquella otra mayoría que aplaudió la llegada de Videla y los suyos diez años después. Hay algo más que no puedo achacarlo simplemente a la niñez, a esos dorados tiempos de una infancia abierta a las indagaciones de la vida y a la libertad de un ludismo sin fronteras. Tiene que ver con mi argentinidad algo laberíntica, con lo que para mí ha significado y sigue significando ser argentino, haber nacido en estas costas que dejaron su tremenda impronta en mi ánimo. Trato de explicarme. Percibo una cierta continuidad, un hilo fino, que une aquella jornada de junio con algunos gestos y acciones que han ido acompañando mi vida argentina y que también se manifestaron en ciertas resonancias que recorrieron las calles porteñas desde el 19 y 20 de diciembre de 2001. Un déjà-vu, algo conocido pero distinto, familiar pero lejano.

En ese gesto del ama de casa preocupada por completar su despensa ante las eventualidades que pudieran surgir de la “Revolución” percibo un rasgo de carácter, un modo de ser de las clases medias, o al menos de una porción importante y significativa de ellas (también, y esto hay que señalarlo, de esos mismos estratos saldrían, desde los albores de nuestra vida nacional, muchos de aquellos que darían sus vidas por un país más justo). Hay en él toda una visión del mundo, se cuela entre sus pliegues una tendencia constante hacia una prescindencia de lo político cuando la instancia democrática señala su propia decadencia, su supuesta incapacidad para garantizarle que la normalidad de sus días no se verá alterada. A lo largo del siglo veinte ha sido una constante de los sectores medios columpiarse entre las alternativas democráticas y las clausuras militares, como si ese juego fuese parte inescindible de su existencia histórica.

Sus reacciones antidemocráticas han tenido diversas razones, no fue la misma la que la enfrentó a la decrepitud yrigoyenista que la que la llevó a vitorear fervorosamente la llegada de la Revolución libertadora-fusiladora, del mismo modo que no es homologable su prescindencia ante la caída de Frondizi o su negligencia ante la de Illia, que su franco apoyo al golpe de Videla. Lo común es su renegación de la democracia, esa actitud que la muestra en ciclos que, cuando se cierran, hacen regresar sus profundas tendencias autoritarias, su necesidad imperiosa de orden y seguridad. Como si un hilo visceralmente antipolítico, nacido entre los inmigrantes de principios de siglo, se hubiera desplegado con insistencia a lo largo de la historia de nuestras clases medias; un hilo que suelen recuperar los relatos emanados de la corporación mediática allí donde buscan horadar, como en nuestra actualidad, la legitimidad de un gobierno democrático.
Y sin embargo, la experiencia argentina no puede ser reducida a la reiteración de los golpes militares y a esa suerte de complicidad de algunos actores sociales y políticos que no han dudado en dirigir sus pasos hacia los cuarteles cuando la fragilidad democrática así lo planteó (ahora algunos utilizan el recurso de apelar a ciertos jueces funcionales a los intereses del establishment económico-político-mediático). Hubo, y hay, otras Argentinas dentro de esta geografía en la que la búsqueda de la equidad, la ampliación de la participación política, la proliferación de proyectos de integración social junto a una democratización de la educación y la salud, constituyeron parte, imprescindible e inolvidable, de nuestra historia.

Esas zonas en las que el discurso de la política no pudo desprenderse de la memoria de la equidad representan una herencia extraordinariamente rica en un presente en el que la desigualdad no ha sido vencida (aunque es uno de los ejes de la nueva etapa abierta en mayo del 2003 con sus logros y sus faltas pero con una clara voluntad de recuperar lo mejor de esas tradiciones), mientras los discursos neoliberales, camuflados con astucia, siguen activos entre nosotros y definiendo las estrategias de gran parte de la oposición que busca sacarle renta al sentido común heredado de los noventa.

Dentro de nuestra historia hubo otras voces, otros registros y otras experiencias que no deben caer en el agujero negro del olvido o, peor aún, en esta expansión retrospectiva y tiránica de un presente, interpretado en clave catastrofista y desasosegante, que contamina la totalidad del pasado e inhibe el reconocimiento de lo que se está logrando en la actualidad. Si intentamos imaginar otros horizontes no hegemonizados por la resignación o la inexorabilidad de los economistas neoliberales que ejercieron el poder a discreción en las últimas décadas hasta conducir el país hacia el abismo, resulta imperioso que reencontremos las sendas hacia lo que fuimos sabiendo que, en ese viaje hacia las regiones del ayer, encontraremos lo entrañable y lo repudiable, los fantasmas de lo que ya no somos y la perduración de lo que aún seguimos siendo. Me niego a reducir la travesía argentina a esa interpretación de un presente cargado de incertezas y abrumadoramente surcado por el escepticismo.

Hay en mí, y creo que también en amplios sectores de la sociedad, las marcas de otras vivencias, la presencia de otros derroteros existenciales, de otras apuestas políticas y culturales que deben ser rescatadas de la brutal homogeneización que heredamos de los años noventa y que hoy, por suerte, comienza a resquebrajarse. No será menor el reconocimiento que se le deberá hacer a los gobiernos, primero de Néstor Kirchner, y ahora de Cristina Fernández, a la hora de revisar este tramo excepcional de la historia nacional.

La extrañeza argentina, esa cuota de originalidad que parece determinar su marcha histórica, no puede ser reducida sólo a una ontología del pesimismo como único núcleo identitario. Así como quedan restos de esa memoria de la equidad también es posible salir al rescate de esos otros ámbitos de la vida que pocas veces entran en los análisis políticos o en los intentos de pensar el destino de una sociedad. Que ciertas formas del mal absoluto habitaron la historia nacional es algo demasiado evidente como para eludirlo, que una tendencia a la ruindad y la complicidad de amplios sectores hicieron posible nuestras circunstancias más oscuras también es algo insoslayable. Que ciertos sectores de nuestras clases medias acompañaron pasivamente esos experimentos del horror dictatorial y que una parte de la clase política se convirtió en una corporación atenta con exclusividad a garantizar sus propios intereses también es cierto. Pero, y a eso apunta mi reflexión, hubo y hay otras realidades dentro de esa realidad, otras conductas más allá o en los pliegues de esas bajezas morales.

La Argentina no pudo, a lo largo de esa equívoca travesía, olvidarse de sí misma arrojando al tacho de los desperdicios aquellos momentos salvadores, aquellos gestos a través de los cuales se intentó construir otra realidad.
La Argentina es sus fracasos y sus logros, pero no debemos olvidar que si hablamos de fracasos es porque existieron proyectos que intentaron diseñar otro país, que jugaron sus cartas y perdieron pero que se atrevieron a jugar las cartas. Y seguimos siendo la memoria de esas derrotas y de esas prácticas que dejaron huellas indelebles en el alma argentina, que siguen estando allí para denunciar las ruindades y los olvidos del presente.

Esas otras Argentinas reclaman, en nosotros, otra mirada de la actualidad que no se deje abrumar por el discurso único y homogéneo que haciendo pie en un economicismo brutal y en una ideología del fin de la historia contamina cualquier reflexión que intentemos realizar en relación a lo que nos ha sucedido. Debemos saltar por encima de ese determinismo que nos asfixia sin perder de vista la dialéctica, muy argentina, entre catástrofe y esperanza, entre sueño utópico y realismo destructivo. En nuestra experiencia de los extremos, como diría Walter Benjamin, se encuentra el secreto de nuestra “verdad”, la iluminación de las oscuridades de un itinerario histórico extraordinariamente complejo y laberíntico. Leer los extremos, comprender esos permanentes deslizamientos hacia los contrarios, significa penetrar en los rasgos de esas tremendas oscilaciones que han marcado el ánimo argentino.

Tal vez allí radique nuestra imposibilidad de permanecer impasibles ante el escándalo de la pobreza; quizás ese sea uno de los motivos de lo específico de una historia atípica en la que el pasado sigue reclamándole al presente, imposibilitando que la lógica del olvido contribuya al definitivo despliegue de aquellas políticas dispuestas a inventar otra sociedad sustentada en el borramiento de lo mejor de nosotros mismos. Como si el recuerdo, persistente, de otro tiempo argentino –interrumpido violentamente por los poderosos de siempre– en el que la equidad y la distribución de la riqueza constituyeron experiencias materiales del pueblo, siguiera haciendo lo suyo y alimentando el caudaloso río de las demandas de igualdad y justicia social que no han dejado de habitar nuestra actualidad. Ese hilo, a veces grueso y otras delgado y débil, de la memoria sigue recorriendo la trama de una sociedad que todavía no ha logrado realizar sus mejores ideales, esos que iniciaron su itinerario histórico en los albores del primer mayo.

2 comentarios:

68 y contando (y van 75) dijo...

Parodiando a Rosevelt: "Los mediopelos son unos hijos de puta. Pero son NUSTROS hijos de puta"
Y yo, que no era mediopelo, anduve ocupando fábricas (era trosko) hasta que vino el golpe de Onganía y no me olvido que en la asunción del dictador ¡Estaban los compañeros peronistas trabajadores proletarios de la CGT! Pocas veces me he sentido tan boludo
El que esté libre de culpas.....

Javier dijo...

Que tire la primera piedra , pero lo importante es aperneder de nuestros errores , sobre todo quienes nacimos en cunita de oro y pudimos revelarnos contra la cultura de nuestra propia clase

Un abrazo

Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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