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martes, 18 de octubre de 2011

La Revolución Rusa

A 20 años de la caída del Muro de Berlín.




La revolución de febrero del 17, considerada una revolución burguesa, tiene una peculiaridad: no toma ninguna medida concreta; ni el problema de la propiedad de la tierra, ni la paz con Alemania.

A 20 años de la caída del Muro de Berlín, ¿qué significa la Revolución Rusa? ¿Remite al museo de la revolución, o por el contrario impone una relectura del presente? Para responder preguntas tan exigentes, es preciso reconstituir la cadena episódica. Octubre del 17 no se entiende sin la revolución de febrero; y la caída del zarismo, sin disparar un solo tiro, no se explica sin guerra entre potencias imperialistas. Ese es nuestro punto de partida: la Primera Guerra Mundial.

Derrocar al zar hubiera debido alcanzar, pero terminó siendo insuficiente. La revolución de febrero del 17, considerada una revolución burguesa, tiene una peculiaridad: no toma ninguna medida concreta; ni el problema de la propiedad de la tierra (latifundios de la aristocracia, en un país con millones de campesinos sin tierra), ni la paz con Alemania (las condiciones de la existencia popular impuestas por la guerra, en las grandes ciudades, eran de una miseria inenarrable) encuentra en sus dirigentes principio de ejecución. Todo se pospone para la futura Asamblea Constituyente, mientras los campesinos comienzan a saquear tierra con el apoyo de los socialistas revolucionarios de izquierda y los bolcheviques. Ni siquiera los mencheviques –que por entonces todavía compartían programa con los bolcheviques– apoyan medidas que la sociología política caracteriza como parte de la “revolución burguesa”.

No sólo no se firma la paz, sino que intentan relanzar la batalla con el ejército alemán. Una nueva ofensiva, ese es el principal objetivo del gobierno de Kerensky. Eso sí, los campesinos, con capote de soldados, “votan con los pies”. Es decir, huyen del frente para sumarse a las confiscaciones de tierras, dejando las trincheras semidesiertas. Sin embargo, la exigencia militar de los aliados (Gran Bretaña y Francia) por una nueva ofensiva no cede. ¿El motivo? Impedir que las divisiones alemanas en el frente del este pudieran ser retiradas y utilizadas en el oeste. Evitar que Alemania pudiera combatir en un solo frente. Tanto que U. I. Lenin vincula el estallido de febrero con el comportamiento de las legaciones militares anglofrancesas. La revolución “burguesa” había sido concebida, desde esa lectura, como única posibilidad para que Rusia pudiera sostener tan insoportable esfuerzo de guerra; como el zarismo era demasiado impopular, no estaba en condiciones de continuar; por tanto, el derrocamiento del zar se volvía una política imprescindible. Pero una cosa era facilitar un nuevo orden para el mismo objetivo, y muy otra impulsar una completa revolución social aunque fuera “burguesa”.

Esa severa limitación facilitó un encabalgamiento entre los reclamos campesinos y los proletarios. Entre las tareas democráticas y las socialistas. Esa interdependencia de una revolución con la otra configuró la fuerza impulsora de Octubre, y vertebró en los hechos la alianza con los campesinos revolucionarios; esto es, impidió que el proletariado ruso quedara aislado. Conviene tener presente que sobre una población total de más de 120 millones de habitantes, apenas 20 vivían en centros urbanos, y solo tres eran estrictamente proletarios. Sin el respaldo del campo, la derrota de la revolución obrera hubiera estado garantizada, como había quedado en claro tras los fallidos intentos de 1905.

Octubre legaliza el saqueo campesino iniciado en febrero, efectiviza el poder soviético (que si bien estaba organizado, delegaba sus tareas de gobierno en los ministros de febrero) y firma la paz de Brest Litovsk. Es decir, ejecuta las tareas democráticas para estabilizar el flamante poder de la revolución soviética.

Eso sí, el acceso de los bolcheviques al poder coincidió con la conquista de la mayoría en el Soviet de diputados obreros y campesinos de Petrogrado. Y terminó desatando la guerra civil. Mientras ese poder libra una batalla en 14 frentes, la alianza obrero campesina se había terminado por consolidar. ¿La razón? Los campesinos, de todas las categorías sociológicas, comprobaron que el Ejército Blanco, donde lograba organizar su propia lógica política, les arrancaba la tierra para devolverla a sus antiguos dueños. El Ejercito Rojo, capitaneado por León Trotsky, en cambio, garantizó la expropiación y el parcelamiento; sin su victoria la derrota campesina se volvía un hecho incontrovertible.

Finalizada la guerra civil en 1921, las cosas cambian. La gramática de la revolución burguesa, con sus objetivos individualistas en el campo, choca de frente con los enunciados socialistas urbanos. Y los enunciados socialistas chocan, a su vez, con la desastrosa situación de la industria rusa. Ni las grandes fábricas, ni los pequeños talleres podían continuar. Si además se añade la destrucción física de buena parte de los obreros industriales –victimas de la guerra civil, de la destrucción de los medios de producción y de las necesidades administrativas del poder soviético– el cuadro no puede ser más desolador. Había que reconstruirlo todo, y el proceso de descomposición minaba la necesaria reconstrucción.

Además, la situación internacional era extraordinariamente hostil. Ni había triunfado el espartaquismo en Alemania (sus dirigentes fueron asesinados), ni se había consolidado la revolución húngara, al tiempo que en Italia, un ex socialista había encabezado una contrarrevolución novedosa: el fascismo. En estas condiciones Lenin entiende que es imprescindible normalizar los intercambios entre el campo y la ciudad. Alimentar las ciudades confiscando el excedente a punta de bayoneta, como se hizo entre 1918 y 1921, ya resultaba poco recomendable. Los expeditivos métodos de la guerra civil no podían eternizarse. Entonces, la nueva política económica: la NEP.

La NEP, que intentó normalizar las relaciones capitalistas en el campo, y con el respaldo de inversiones extranjeras reconstruir la industria soviética, se puso en marcha. El horizonte de la revolución socialista se volvió abstracto, nada parecido a la más elemental igualdad era otra cosa que miseria colectiva. Y todo lo demás reconstruía la más absoluta y brutal desigualdad. El control obrero de una producción que de hecho era casi inexistente, debía ser realizado por una clase obrera a reconstituir partiendo de campesinos zafios, sin olvidar que el partido bolchevique representaba a una clase revolucionaria destruida. Entonces, sin auxilio exterior, sin revolución en Europa, la subsistencia de la fortaleza sitiada se volvía imposible. Los bolcheviques lo sabían, y esperaban que Octubre fuera el gatillo democrático de la revolución socialista europea.

Mientras tanto, el más crudo sustitutismo (remplazo de fuerzas inexistentes, por burócratas existentes) se constituyó en la única norma posible. Lenin comprende la naturaleza de la deformación burocrática. Esa es su última batalla, y la pierde. Pero es preciso admitir que su resultado dependía más de la expansión del proceso revolucionario, que de medidas de autocontrol. El nivel cultural de una sociedad pone techo a sus posibilidades administrativas. Y la muerte del jefe, en enero de 1924, desata una furiosa lucha por el poder. Vladimir Ilich, en su testamento político, prevé el enfrentamiento entre Trotsky y Stalin, pero intenta que la sangre no llegue al río. Por cierto, fracasa.

En una ‘revolución desde arriba’ el aparato burocrático sustituye la actividad política de los trabajadores, y garantiza el control del partido, esto es, su propio control autónomo.

La suerte del movimiento internacional que respaldó la Revolución Rusa se jugó en dos escenarios: Alemania y China. Los levantamientos en Baviera fueron aplastados, y a la insurrección obrera de 1927, en Cantón, le pasó igual. A diez años de Octubre la soledad bolchevique estaba fuera de todo debate.

En el ínterin la NEP había cambiado las cosas, pero de un modo insuficiente. La productividad social del trabajo era muy baja, la debilidad industrial de Rusia excesiva, el peso de la producción agraria determinante. La NEP estaba agotada, y el partido de la revolución mundial se había cansado de esperar inútilmente, por eso, las banderas del socialismo en un solo país ya flameaban. En marzo de 1925, la XIV Conferencia del PCUS, a propuesta de Stalin, les otorgó su aprobación formal.
Cuatro acontecimientos precipitan el resultado de la lucha por el poder: Trotsky renuncia al Comisariado de Guerra en enero del ’25; Stalin echa a Trotsky del Politburo, finales de octubre del ’26; y un año más tarde, en la conmemoración del 10º aniversario de la revolución, por favorecer una manifestación pacífica contra el secretario general, Lev Davidovich termina siendo expulsado del PCUS y deportado a Alma Ata. El 18 de enero de 1929 el drama alcanza su clímax final, Stalin propone al Politburo que Trotsky sea expulsado de la URSS. La lucha había concluido con la oposición derrotada. El dominio de Stalin sobre el aparato era completo e irreversible. Sólo la victoria del socialismo en Europa podía cambiar las cosas.
Retrocedamos apenas. Hasta bien entrado el año ’28 el problema de la industrialización había sido dejado de lado. Sin embargo, las crisis agrarias eran recurrentes, los levantamientos campesinos moneda corriente, y el normal abasto alimentario de las ciudades una “utopía”. Rusia seguía teniendo hambre y la crisis recibió un fuerte envión: los campesinos ricos (kulacs) se negaron a entregar varios millones de toneladas de trigo. No tenían claras motivaciones políticas. En todo caso no se proponían derrocar el gobierno soviético, en rigor exigían productos que la industria rusa era incapaz de aportar.
Es que la fragmentación de la producción en pequeñas parcelas le había servido a los bolcheviques para ganarse a los campesinos, al precio de desorganizar la producción. Las pequeñas parcelas producían para el autoabastecimiento, y los productores más importantes exigían precios intolerables para los habitantes urbanos. El dilema era complejo, si Stalin cedía suscitaba el antagonismo de los trabajadores, que apoyaban al gobierno con helado entusiasmo, puesto que había logrado restablecer los niveles de producción de preguerra.
Si las propuestas de la oposición hubieran sido atendidas (una lenta pero sistemática colectivización del campo) en lugar del “enriqueceos” proclamado por Bujarin, tal vez, pero sólo tal vez, el conflicto hubiera seguido otro trámite. No fue así. De un día para otro, sin preparación política ni administrativa, en medio de la más ruinosa improvisación, se lanzó una orgía represiva. La violencia arrasó todo, millones de animales fueron asesinados para evitar que se transformaran en “propiedad colectiva”, junto a millones de kulacs. Aldeas enteras fueron rodeadas por la GPU y sus habitantes exterminados. Y esa salvajada se denominó “colectivización forzosa”.
Una cosa es admitir, dentro de ciertos límites, la amoralidad instrumental de la política, y otra muy distinta supone creer que una política terrorista de exterminio social sea “una revolución desde arriba” y no el entierro de toda revolución. Una fuerza que ejecuta semejante tarea no puede no descomponerse, y exactamente eso fue lo que sucedió a una escala jamás vista. Toda la URSS se transformó en un campo de trabajo forzado, esa era la “nueva sociedad” y la burocracia del PCUS, su clase dominante. ¿Que la burocracia no es técnicamente una clase? Cierto, pero que políticamente ocupa su lugar, indudable.
Un ambicioso programa industrial –que tampoco había sido previamente elaborado– se combinó con la masacre campesina. En medio de condiciones inenarrables la URSS se lanzó a producir acero, a mecanizar el campo, a crecer en medio del despilfarro propiciado por la brutal combinación de barbarie e incuria, de incapacidad y falta de adecuados instrumentos. En el ínterin, la crisis del ’29 estragaba las economías capitalistas, el mercado mundial colapsó, y la “solución hitleriana” terminó conquistando la voluntad mayoritaria. No sólo no habría socialismo en Europa, sino que emergería el nacional socialismo. Es decir, el intento de resolver la crisis mediante métodos terroristas: guerra interna contra la clase obrera, y guerra externa contra la otra burguesía imperialista.
De la observación de la política llevada a cabo por el Partido Comunista Alemán frente a Hitler, queda en claro que no se trata de una “estupidez”. Y demás está decirlo, el responsable de esa política era Stalin en persona. La idea de que el principal enemigo era el Partido Socialista (“social fascismo”) y no Hitler, excede el campo del error. Sobre todo, porque Hitler se ocupó de aclararlo todo el tiempo. Una lectura opuesta (política intencional, a modo de hipótesis contrafáctica) permite otra aproximación. A saber, la burocracia stalinista terminó siendo un enemigo jurado de la revolución proletaria, puesto que comprometía su propia supervivencia. Una revolución triunfante en Europa tenía por aliado a los trabajadores soviéticos, no a Stalin ni al PCUS. Entonces, la derrota del proletariado alemán se transformaba en los hechos en una necesidad de la sobrevivencia de la burocracia del Kremlin
Esto queda en claro durante la revolución española de 1936. Primero ganar la guerra y después hacer la revolución, era la consigna estalinista. Así enterraron la revolución, garantizando en consecuencia la Segunda Guerra mundial. Hubo guerra entre potencias imperialistas, porque no hubo revolución socialista. Es que en ese modelo de “guerra” la dinámica social fue sustituida por las FF AA; y en caso de victoria, la “revolución desde arriba” no sólo sustituye la “revolución desde abajo”, sino que la impide. En una “revolución desde arriba” el aparato burocrático sustituye la actividad política de los trabajadores, y garantiza el control del partido, esto es, su propio control autónomo. En suma, la burocracia expropia políticamente a los trabajadores.

Ese es el modelo stalinista de “revolución”; y para despejar cualquier duda el ejercito soviético se comporta según esta clara instrucción no bien abandona el territorio de la Gran Guerra Patria, en 1944. Por eso, el único país que produce su gesta revolucionaria victoriosa, la Yugoslavia de Tito, es el primer enemigo internacional de Stalin. Pero basta con aislar la revolución, esa o cualquier otra, para que se termine descomponiendo. Y eso es lo que terminaron haciendo en definitiva.

Fuente :Tiempo ArgentinoEnlace

3 comentarios:

Jorge Devincenzi dijo...

El problema de la revolución leninista es que no había una burguesía a derrocar ni un proletariado sino marginal.

Javier dijo...

Si Jorge , yo lo que había escuchado era que se trato de una revoluición precapitalista .

donchango dijo...

El trosquismo es el liberalismo bañado con dulce de leche. La revolución rusa es la "liberación nacional" ¿les suena de algún lado?

Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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