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lunes, 2 de julio de 2012

Los jóvenes y la militancia política

El primer motivo que un joven tiene para cambiar el mundo es la indignación moral. El rechazo del mundo. Sólo cuando desde el fondo de las tripas el ‘orden existente’ resulta invivible, se adopta la drástica decisión de transformarlo.

Por: Alejandro Horowicz

Jorge Luis Borges sostuvo muchas veces que la lectura de un texto literario depende de la voluntaria suspensión de la incredulidad. Si el lector no acepta la convención, si el relato fuera sometido al principio de realidad –las hadas no existen, los ogros y las princesas no se casan, y así indefinidamente– el puente con el texto estalla. El lector abandona, migra en otra dirección, pierde su condición de tal y el libro, la máquina perezosa de Umberto Eco, no arranca. Dicho con sencillez: cada lector decide; decide si sigue leyendo, decide si abandona la lectura, ambas posibilidades están democráticamente instaladas, y no es nada fácil inclinar el platillo.
Esa inevitable batalla la libra cada texto con cada uno de sus potenciales lectores. Respetar las reglas del arte, la convención del género –los motivos por los que investiga el detective de la novela negra norteamericana no se ponen en cuestión– ayuda, pero de ninguna manera asegura el resultado de tan compleja pulseada. El prestigio previo del autor o el lugar del texto en el canon literario pesa, pero no siempre alcanza. Si no pregunten a los docentes de la escuela secundaria y verán que ni la amenaza de la nota “obliga” a leer. En su fuero más íntimo cada lector es libre, lo sabe y disfruta esa libertad como puede. Por eso, lo que para uno supone un deleite inenarrable (leer, poner en marcha la máquina perezosa), para otro resulta una cuasi tortura.
Peguemos un salto. ¿La adhesión partidaria se elige? ¿Qué transforma a cada quien en “militante” o qué le impide serlo? Primero, lo obvio, estamos ante una decisión fechada. En los años 60 el prestigio de la militancia era enorme; la cara del Che recorría el mundo, los estudiantes parisinos del ’68 lo incluían en sus pancartas como signo de voluntad revolucionaria. Para pedir lo “imposible” Guevara, para todo lo demás los partidos tradicionales. Esa era la opción juvenil, cambiar radicalmente el mundo, o transformarlo mediante reformas graduales, ya que para aceptarlo tal como era casi no había jóvenes, y en ambos casos, tanto reforma como revolución, se proponían evitar “la muerte climatizada” como futuro imperfecto.
Las dos propuestas fracasaron; derrotadas por el capital abandonaron la escena.
La revolución se descompuso, la caída del Muro de Berlín fue el último fasto, las fuerzas reformistas terminaron cooptadas por el orden restablecido, y la “cultura de izquierda” se volvió parte de un museo anacrónico; lo que nunca imaginamos fue que la derrota de los “socialismos” terminaría siendo la derrota de Europa, de la centralidad histórica europea, y el horizonte instalado ante la mirada atónita fue el de la degradación perpetua: los europeos saben, y sus jóvenes más que nadie, que el mañana es una amenaza insoportable, nadie cree que resulte mejor que el hoy, y retroceder hasta el ayer no resulta viable. La crisis global del capitalismo no sólo devoró las garantías del Estado Benefactor, sino que la noción misma de futuro colectivo quedó gravemente dañada. Cada uno sabe, si su bote se hunde está en el horno.

UN RECORRIDO SUDAMERICANO.

En la sociedad argentina la derrota tiene fecha mítica: el 24 de marzo de 1976. Para los chilenos remite a la caída de Salvador Allende (septiembre del ’73); los peruanos experimentaron la descomposición y el derrocamiento del proceso encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, en 1975; mientras en Brasil los militares encabezados por Castelo Branco combinaron desde 1962 su “misión” represiva con un curioso comportamiento académico: los opositores eran obligados a estudiar en el exterior, pero no se les permitía residir en su país. La unión sudamericana no iba más allá del Plan Cóndor, esto es, la confluencia entre aparatos de inteligencia para “aniquilar” al enemigo “subversivo”. Después las FF AA se tuvieron que retirar para dar paso a la “democracia de la derrota”. Un sistema de partidos donde se votara lo que se votara, la política no se modificaba sustantivamente, donde la “corrupción” era el principal problema a resolver, y donde la política no era otra cosa que “gestionar” bien o mal la cosa pública. En ese modelo los gerentes eran necesarios, y los militantes un estorbo. Y claro, la última camada juvenil, el alfonsinismo, fue arrinconada, y buena parte de sus integrantes devenidos “funcionarios” ingresaron al posibilismo político. No se trataba de una nueva versión del realismo, aunque discursivamente se planteara así, sino algo mucho más pequeño: la posibilidad para cambiar de auto y clase social. El cinismo fue la norma, y la militancia una camiseta sucia y desprestigiada que remitía a la marginalidad o a la “estupidez”. El desprestigio de la política era total. El estallido del 2001, con el “que se vayan todos”, organizó la repulsa general como rechazo a esa clase de política de clase, y recién con el restablecimiento de la relación entre los delitos y las penas, entre las palabras y las cosas, entre la ley y la política, mediante un proyecto del Congreso que propiciara la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, recién cuando la Suprema Corte las declara inconstitucionales, otras condiciones de posibilidad se terminaron por abrir paso.
Ahora bien, así como el funcionamiento de la máquina perezosa depende de la voluntaria suspensión de la incredulidad, de la decisión del lector, el funcionamiento del sistema político, de su andamiaje militante, pareciera depender de la suspensión voluntaria y arbitraria del juicio moral. Vamos despacio. El primer motivo que un joven tiene para cambiar el mundo es la indignación moral. El rechazo del mundo. Sólo cuando desde el fondo de las tripas el “orden existente” resulta invivible, se adopta la drástica decisión de transformarlo.
Decisión que pone a nuestro joven a la búsqueda del instrumento para la imprescindible crítica de la sociedad capitalista. Una rica biblioteca lo aguarda, pero ese repertorio de interesantes certezas tiene que soportar la prueba ácida de la historia. Entonces, el socialismo soviético derrapa en Gulag y la masacre de los compañeros de Lenin y Trotsky, del pueblo ruso, el socialismo sueco se reduce a welfare state, y el welfare state termina siendo desmontado ladrillo a ladrillo por la corrupción y el sabotaje. ¿Y la Revolución China? Del maoísmo pasa a las siete modernizaciones, y por esa vía el capitalismo reabre su lógica global, mientras la patria del Che lucha por no caerse del mapa, mientras La Habana sufre indecibles privaciones. En suma, nuestro inquieto joven no las tiene todas consigo. O decide que cada experimento histórico que falló no tuvo los hombres adecuados, ni la política adecuada (lastimando su lógica histórica), o se convence que ese es un camino hacia ninguna parte y abandona la política, o toma los conflictos realmente existentes y opta sin más. En todos los casos tuvo que silenciar parte de su crítica moral. Ni esa izquierda está exenta de agachadas varias (le basta mirar el nombre de los dirigentes de los últimos 20 años para ver que se repiten con la misma monotonía), ni los partidos “tradicionales” dejaron de albergar funcionarios y políticas todoterreno cuya presencia recuerda medidas sumamente antinacionales y notablemente antiobreras. La elección no es sencilla.
El caso de Hugo Moyano resulta paradigmático. Nadie ignora quién es y a nadie pareciera importarle demasiado. No se hace historia en condiciones elegidas, cierto, pero las condiciones dadas invitan a un grado de relativismo moral que no puede dejar de lastimar las mejores cabezas de la nueva generación. Y ese dilema recorre las sociedades sudamericanas, mientras el más negro nihilismo atraviesa Europa.
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Fuente : Tiempo Argentino

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Coordinadora Sindical Clasista - Partido Obrero

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