Por:
Alejandro Horowicz
Entender la lucha política en medio de un proceso de crisis permanente se ha vuelto una tarea crecientemente compleja. Los intentos de desconocer esta anómala realidad común no afectan tan sólo a los integrantes de la oposición política. Parangonar el cuadro de situación de los últimos días con el 19 y 20 de diciembre del trágico 2001, como difundió el conservatismo más cerril, significa ignorar que no hay un 30% de pobres jóvenes, como mienten algunos medios, ni condiciones comparables con 2001. Pero inteligir sucesos con cientos de detenidos en clave puramente conspirativa, y agotar en esa lectura que tiene elementos reales todo el problema, termina resultando reduccionista.
Es cierto que sin una organización primaria no existe la
posibilidad de encarar con un mínimo de eficacia un saqueo de
supermercado, pero reducir el fenómeno a la pura voluntad de "generar
caos" huele a sobresimplificación, y suele ser la lectura compartida por
todos los oficialismos en todos los tiempos. Pero casi nunca deja de
ser un grosero error conceptual compartido. El general Juan Carlos
Onganía –para citar un ejemplo histórico relevante– pensó así (en
compañía de su ministro de Interior, Guillermo Borda) frente al
Cordobazo del 29 de mayo del '69. Y Fernando de la Rúa sostiene todavía
hoy, a quien lo quiera escuchar, que el derrocamiento de su gobierno fue
obra de una conspiración radical peronista de la provincia de Buenos
Aires. No se trataba entonces de crisis sistémicas aumentadas por
comportamientos políticos sumamente inadecuados, sino de enemigos al
acecho auxiliados por conspiradores profesionales.
El Negro Fontanarrosa nos explicó, a través de Inodoro Pereyra, que
los paranoicos también tienen enemigos. Eso sí, como todo el tiempo
piensan igual, por eso son paranoicos, nunca pueden distinguir al
enemigo verdadero y por tanto actúan siempre del mismo modo. Desde la
aproximación oficial "nada justifica" lo que sucede, y cuando así se
piensa "la lectura política" que orienta la brújula corre los riesgos de
perder el norte. Ese es el punto. Conviene subrayar un dato clave: el
2012 para los sectores más desprotegidos, para diversos segmentos de los
trabajadores, para un importante sector de las capas medias, no ha sido
un buen año. Sobre todo si se lo compara con el quinquenio anterior. No
sólo porque la marcha del crecimiento económico se ralentó, sino porque
el conglomerado de expectativas disímiles, imposibles de
compatibilizar, se vio afectado por el impacto de la crisis global. Es
cierto que ese impacto no escoró –como en otros períodos de nuestra
historia reciente– la línea de seguridad sistémica, pero esa línea sólo
existe para los que miran más allá de sus intereses inmediatos. Como ese
comportamiento es altamente inusual, no integra el corpus compartido.
Por tanto, aceptar que 2012 fue como todavía es –un año difícil pero no
terrible– no supone ser oficialista ni opositor, sino sencillamente,
admitir el principio de realidad; sin embargo, la percepción colectiva
es muy otra. Basta sostener que las cosas marchan para ser "acusado" de
K, o decir que tienen problemas para ser "acusado" de opositor.
Mientras esos sean los términos, la sociedad argentina difícilmente
pueda enhebrar el hilo de un proyecto compartido: construir un nuevo
horizonte para un programa mayor, un programa sudamericano. Conviene
decirlo de una vez por todas: sobrevivir no es un programa, y un
conjunto de siglas variopintas no supone diferentes alternativas
nacionales. La consecuencia de no tener programas explícitos, y por ende
no poder debatirlos, debería inquietar en serio. Para la oposición la
ausencia de programa resulta determinante. Un programa claro le
permitiría reagruparse, y desde ahí confrontar con el oficialismo. La
política requiere tanto de la confrontación de ideas y proyectos, como
de políticas de Estado. Políticas compartidas que ni la oposición ni el
gobierno en rigor tocan. Políticas que quedan al margen de los vaivenes
electorales.
Sin políticas de Estado no hay límite para el
enfrentamiento. Por eso algunos opositores pueden festejar las victorias
circunstanciales de los fondos buitre, o el embargo de la Fragata
Libertad en Ghana. Nada ni nadie es intocable, y esa no es precisamente
una alentadora posibilidad democrática. La idea de que es posible
desalojar de la Casa Rosada a Cristina Fernández, como si nada, no sólo
produce el naufragio del orden que hemos conseguido con inenarrable
sangre y dolor, nos lanza a la más completa de las intemperies.
En este punto es preciso distinguir los elementos que conforman ese
conglomerado diverso que por comodidad denominamos oposición. Los
diarios comerciales Clarín y La Nación ejercen una desligitimación
sistemática del gobierno dirigida a segmentos de la sociedad que no se
encolumnan tras ninguna bandería política precisa. Los caceroleros, por
ejemplo, expresan discursivamente esa versión opositora. En rigor de
verdad los caceroleros desconfían de todo el orden político, y no sólo
del gobierno nacional. Esa lógica impide su cooptación por las fuerzas
opositoras. Y en ese punto, el intento de sumarlos fracasa. En última
instancia, los más pragmáticos terminan apoyando electoralmente una
solución suficientemente conservadora, más allá de su posibilidad real
en la actual sociedad argentina.
Y los partidos como la UCR, por ejemplo, oscilan entre el
seguidismo hacia esos sectores y un camino propio. La ausencia de un
programa que oriente su lógica política los ha transformado en una
maquinaria electoral conducida por una federación de intendentes. En
última instancia se trata de partidos de distrito, que frente a una
elección nacional se ven obligados a alinearse detrás de un candidato
con cierta instalación mediática. En suma, no tienen un eje de
articulación propio y parecieran no intentar construirlo.
Ante el clima destituyente que vivimos, debemos reconocer,
afortunadamente, que esa oposición es absolutamente incapaz de derrocar
al gobierno. Si alguien demostró que conspirar exitosamente no es lo
suyo, ha sido la oposición parlamentaria.
LA PELEA CON CLARÍN.
El enfrentamiento entre el Grupo Clarín y el
gobierno no ha concluido. Pese a que el Ejecutivo pareciera llevar la
delantera en la batalla judicial, sus idas y vueltas terminaron por
marear a una sociedad obligada a inteligir el oscuro lenguaje de los
expertos en procedimientos judiciales; y más acá de tal o cual peripecia
la ventaja del gobierno es el dato clave. Por cierto, que aún resta el
pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia, pero la Casa Rosada
gana por puntos. ¿Puede la Corte Suprema desconocer la
constitucionalidad de los artículos objetados por Clarín? En última
instancia, esos artículos y la ley misma pasan a ser equivalentes. Si
se acepta la libertad de comercio como el bien superior a tutelar, la
posibilidad del Estado de regular la actividad económica queda reducida a
cero. Entonces, no se trata de una interpretación legal, si la Corte
aceptara que los artículos son inconstitucionales estaría aceptando que
el Poder Legislativo no tiene derecho a regular la actividad económica.
Desnaturalizaría toda su actividad, que es hacer cumplir las leyes que
sanciona el Parlamento. En este caso, su derecho a poner límite a la
actividad monopólica. Ninguna Corte Suprema se suicida, no hay ninguna
razón para pensar que esta lo hará; desconocer una ley que respeta las
formas democráticas vigentes, ignorarla olímpicamente, liquidaría los
trabajosos logros jurídico-democráticos obtenidos en más de un
quinquenio. La Corte lo sabe, la sociedad también lo sabe.
Sin embargo el clima imperante en torno a la pelea es otro.
Pareciera que la sociedad detecta que no se trata de una victoria neta y
que Clarín sigue siendo un grupo imposible de derrotar. A lo mejor para
una Argentina convencida por una larga experiencia de que los
poderosos no tienen límite, ni siquiera legal, que semejante decisión se
termine tomando entre las oscuras paredes de la Corte, entre siete
juristas y nada más, sin convocar la intervención popular, resulta
insuficiente.Igualmente yo sí convocaría a la intervención popular pero para poder controlar la inflación y los incrementos de precios que se vienen produciendo ya que me parece mucho mas preocupante eso y la perdida de competitividad que implica realmente sobre nuestra economía y la posibilidad de que siga creciendo la industria , ya que sin industria propia no hay independencia posible ( recuerdo todavía cuando el dolar costaba $3 y tengo todavía folletos de entrega de comida con precios que hoy suenan realmente irrisorios y son de solo 2 o 3 años atrás y no entiendo de que sirve que te aumenten los salarios un 25% cuando las expensas te aumentan un 50% o el ABL 90% ) que lo que pasa en radio y TV y quienes son los dueños de los medios que es lo unico que legisla la ley de medios.
Fuente: Tiempo Argentino
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