Por Ezequiel Adamovsky
Nueva entrega de los Fragmentos de historia popular*.
Aquí, una descripción sobre las principales corrientes ideológicas y organizaciones gremiales de los trabajadores argentinos entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.
El movimiento obrero nació fuertemente animado por una visión
clasista y anticapitalista. En el capitalismo estaba el origen de los
padecimientos del ahora y, para ponerles fin, sería necesario
reemplazarlo por otra forma más igualitaria de organización de la
sociedad. La lucha de clases era fundamental no sólo para mejorar las
condiciones materiales de vida, sino para llegar a ese cambio
revolucionario que muchos anhelaban.
Más allá de este principio general, sin embargo, comenzaban los
desacuerdos. ¿De qué manera organizarse para potenciar la lucha? ¿Con
quiénes convenía que se aliaran políticamente los obreros? ¿Cómo había
que vincularse con el Estado? El movimiento obrero fue desarrollando en
estos años diferentes respuestas a estas preguntas.
El conocimiento de las experiencias que venía habiendo en Europa fue
fundamental. En el último tercio del siglo XIX ya circulaban febrilmente
las ideas de pensadores y activistas de las diversas tendencias que
había en el viejo continente. No todas habían llegado de la mano de los
inmigrantes: un periódico afroporteño, por ejemplo, estuvo entre los
primeros en difundir nociones del socialismo europeo en Argentina.
Aunque las ideas socialistas predominaron en los primeros años, fueron
las del anarquismo las que pronto alcanzaron la mayor influencia.
El primer grupo de esa orientación funcionó en Buenos Aires ya en la
segunda mitad de la década de 1870 y en 1879 apareció el primer
periódico, El Descamisado. Argentina pronto llegaría a tener
uno de los movimientos anarquistas más poderosos del mundo. Su influjo
dentro del movimiento obrero fue hegemónico y llegó a su pico máximo en
1910, luego del cual fue perdiendo lugar hasta casi desaparecer en los
años cuarenta.
Inspirados en las doctrinas de Bakunin, Kropotkin,
Malatesta y otros, los anarquistas no eran un partido ni un grupo
unificado, sino más bien un movimiento federativo laxo y
descentralizado, compuesto de agrupamientos que podían tener posturas
bien diferentes. Detestaban las jerarquías en todas sus formas y se
preocupaban no sólo por la explotación de los trabajadores, sino por
cualquier forma de opresión, incluyendo la de las mujeres bajo el mando
patriarcal. Eran ante todo convencidos antiestatistas.
Los obreros, para ellos, no tenían nada que hacer en el ámbito de la
política y del Estado, a los que consideraban invenciones de la clase
dominante sin otro fin que el de asegurar la opresión. Ni las elecciones
ni las reformas les interesaban en absoluto. Apostaban en cambio a la
autoemancipación a través de la educación, a la acción directa y a la
organización sindical autónoma (aunque un grupo minoritario de
“individualistas” rechazaba cualquier forma de organización
centralizada, incluso las gremiales). Su confianza en la fraternidad de
los obreros más allá de sus diferencias nacionales les permitía
aprovecharlas para organizar a los trabajadores de acuerdo a su
procedencia o su lengua. Sólo sindicatos autónomos podrían llegar a
propiciar una huelga general revolucionaria capaz de derribar la
podredumbre del Estado y de los capitalistas de un solo golpe y fundar
las bases de una sociedad de productores libres e iguales. Una minoría
de los grupos utilizaba también métodos considerados terroristas, como
atentados con bombas contra personajes o edificios emblemáticos del
mundo de los poderosos. La mayoría, sin embargo, rechazaba tales
métodos.
Desde fines del siglo XIX también venía organizándose una corriente
socialista, en la que emigrados franceses, italianos y sobre todo
alemanes tuvieron un papel de primer orden. A diferencia de los
anarquistas, los socialistas creían que había que organizarse en un
partido centralizado, capaz de llevar representantes de los obreros al
congreso y presionar así por una mayor democratización y por reformas
que mejoraran sus condiciones de vida y les otorgaran mayores derechos.
Esperaban que estas reformas condujeran gradualmente hacia una
sociedad socialista. Aceptando las reglas del juego político, estuvieron
en general en contra de medidas como la huelga general revolucionaria,
que consideraban contraproducentes.
Hacia 1893 comenzaron en Buenos Aires conversaciones entre núcleos
sindicales y algunas figuras no obreras, como el médico Juan B. Justo,
para la creación de un partido. El Partido Socialista (PS) quedaría
oficialmente constituido dos años después, con Justo como su líder
máximo, quien le imprimió un talante moderado que no compartían otros
socialistas de la época. Sus éxitos electorales no se hicieron esperar.
En las elecciones de 1904 los votantes del popular barrio de La Boca
convirtieron a Alfredo Palacios en el primer diputado socialista de
América. Dentro del movimiento sindical tuvieron también su influencia.
Inicialmente cooperaron con los anarquistas, pero pronto compitieron
para organizar una central propia. Así, mientras la FORA permanecía en
manos de los primeros, el PS propició una Unión General de Trabajadores
(UGT) en 1903.
Sin embargo, sería una tercera corriente la que iría ganando el mayor
peso dentro del movimiento obrero, especialmente luego de 1910. Se la
conoció entonces con el nombre de “sindicalismo revolucionario” y más
tarde simplemente “sindicalismo”. Había surgido de las filas del PS,
cuestionando su orientación reformista y su descuido del trabajo
sindical. Como los anarquistas, rechazaban la participación de los
obreros en la alta política y creían en la independencia de clase. Pero a
diferencia de ellos, priorizaban por sobre todo la unidad del
movimiento, por lo que solían evitar la organización sobre bases étnicas
y cualquier adhesión a doctrinas que pudiera causar divisionismo. Les
importaba especialmente consolidar las estructuras sindicales y promover
acciones coordinadas y bien planificadas (a diferencia de muchos
anarquistas, que confiaban en el “espontaneísmo”). Aunque al principio
rechazaban cualquier contacto con el Estado, fueron flexibilizando sus
posturas y acostumbrándose a negociar con él mejoras y reformas
puntuales.
La tendencia sindicalista pronto desplazó a los socialistas de la
conducción de la UGT y en 1909 la disolvió para fundar una nueva
central, la Confederación Obrera Regional Argentina (CORA). El
movimiento obrero quedaba así dividido. Tras una ardua polémica, en 1914
los sindicalistas aceptaron disolver su nueva entidad e ingresar a la
FORA. Pero la unidad fue de corta duración. Para favorecerla, en su
noveno congreso la conducción de la FORA había aceptado quitar la
mención al “comunismo anárquico” de su lista de objetivos. Eso motivó
que se retirara un grupo minoritario que se negaba a renunciar a ese
ideal; esa fracción anarquista se reagrupó con el nombre de FORA “del V
Congreso”. El grupo mayoritario, la FORA “del IX Congreso”, quedó
dominado por los sindicalistas. Para entonces contaban con casi 200
sindicatos de varias zonas del país adheridos a la central, cifra que
crecería rápidamente en los últimos años de la década de 1910.
Con la fundación del Partido Comunista en 1918 surgió todavía una
cuarta corriente que posteriormente disputaría la dirección del
movimiento obrero. A diferencia del PS, los comunistas, atraídos por el
modelo de la insurrección bolchevique triunfante en Rusia, apostaban a
la creación de un partido que apuntara a organizar y dirigir una
revolución trabajadora. Si la vocación revolucionaria y comunista los
acercaba a los anarquistas, su insistencia en la necesidad de un partido
jerárquico y centralizado dispuesto a tomar el poder del Estado en sus
manos los enfrentaba irremediablemente a ellos.
Las mujeres participaron desde temprano en el movimiento sindical. A
principios del nuevo siglo adquirieron mayor visibilidad, cuando
fundaron varias agrupaciones gremiales de mujeres, de vida efímera. A
partir de 1907 contamos con datos sobre la cantidad de mujeres
involucradas en huelgas. La mayoría de los años no llegaban al 4% del
total de huelguistas, aunque hubo algunos picos, como el de 1924 a 1926,
donde rondó el 20%. En oficios donde las mujeres eran más numerosas,
como en el textil, su participación podía alcanzar el 65%. A pesar de
este protagonismo, el mundo de los sindicatos y de las centrales obreras
permaneció en manos de varones. No es que faltaran militantes
femeninas: las hubo muy destacadas, como la anarquista Juana Rouco Buela
y muchas otras. Pero los cargos gremiales solían quedar siempre para
los hombres. Una excepción destacable fue la de Cecilia Baldovino, que
llegó a integrar la Junta Ejecutiva de la UGT en 1903.
*Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
Algunos de los datos de esta nota están tomados de investigaciones de Ricardo Falcón, Nicolás Iñigo Carrera y Mirta Lobato.
Fuente: Marcha
domingo, 10 de noviembre de 2013
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3 comentarios:
Ay, ay, ay... Es cualquiera lo que dice este muchacho.
Muy mal informado.
Sobre FORA decis ?
Sobre como surgieron los primeros movimientos sociales de tinta socialista y anarquista antes del 1900. Y por sobre todo, en cuanto al funcionamiento, composición y contexto de la FORA.
Nada que ver con lo que dice...
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