La columna que Hernán Brienza publicó en Tiempo Argentino el último domingo (“¿Y si hablamos de la corrupción en serio?”
) no puede haber sido sino un placer para su ex dueño, Sergio Szpolski.
Un columnista del diario que Szpolski vació, luego de robarse decenas
de millones de pesos provenientes del Estado y de dejar en la calle a
los trabajadores, justifica su acción delictiva y hasta la presenta como
un hecho progresista.
No es “chicana”. Brienza afirma que “la corrupción -aunque se crea lo
contrario- democratiza de forma espeluznante a la política. Sin la
corrupción pueden llegar a las funciones públicas aquéllos que cuentan
de antemano con recursos para hacer sus campañas políticas. No hay que
ser ingenuos. Sólo son decentes los que pueden ‘darse el lujo’ de ser
decentes”. Pregunta: cuando Brienza habla de la “democratización
espeluznante de la política” que genera la corrupción, ¿se refiere a la
millonada que Szpolski se patinó en su incursión como candidato a
intendente del FPV en Tigre, desviando los fondos que recibía en
concepto de pauta oficial para Tiempo Argentino y otros medios del
Grupo23? Para Brienza, los trabajadores del Grupo 23 que protestan
contra Szpolski y lo acusan de vaciador deben ser “caretas”, pues se
niegan a reconocer el carácter ontológicamente progresivo y democrático
de la corrupción.
Aunque la columna de Brienza es deleznable, no tiene nada de original.
Después de todo se limita a repetir una tesis formulada desde hace mucho
tiempo atrás y que sibilinamente busca distorsionar la verdadera lucha
que dieron los trabajadores para defender una participación política
autónoma. Desde sus orígenes, el movimiento socialista reclamó para que
los cargos parlamentarios sean remunerados, pues de otro modo un
trabajador que accedía a una banca se quedaba sin medio de sustento para
él y su familia. En cambio, las clases poseedoras tenían asegurada su
existencia gracias a la explotación del trabajo o la renta de la tierra.
Pero ese reclamo de los socialistas es exactamente lo contrario a la
corrupción. Primero, porque se reclamaba un ingreso legal y público;
segundo, porque el monto de la dieta parlamentaria que se reclamaba
debía ser igual a la de un trabajador en actividad. ¿Qué tiene que ver
esto con los políticos capitalistas que tienen patrimonios de decenas de
millones de dólares, ya sea en cuentas off shore en Panamá, o en
propiedades fastuosas en la Patagonia?
Brienza le agrega a esta vieja tesis una dosis de cinismo extraída de
su propia cosecha. Cuando afirma que “sólo son decentes los que pueden
‘darse el lujo’ de ser decentes” termina en un blanqueo de las clases
acomodadas, que aunque puedan “darse ese lujo” prefieren recurrir a la
corrupción de manera sistemática y recurrente. ¿O la oligarquía
argentina no armó un régimen de corruptela enorme durante la década
infame, a pesar de que ya poseía extensiones enormes de tierras y hasta
propiedades en París? ¿O los ‘capitanes de la industria’ bajo la
dictadura no recurrieron a la corruptela infame para enchufarle una
deuda contraída por ellos al Estado, beneficiando de paso a los
funcionarios que le hacían ese favor? En su cruzada pro-corrupción,
Brienza justifica la corruptela de los políticos ‘populares’ junto con
la de los empresarios y oligarcas.
La posición de Brienza se opone por el vértice a la del Partido Obrero.
En el primer curso de formación política que impartimos a los
militantes (“La concepción científica del Estado”) mostramos que la
democracia burguesa se distingue de otros regímenes de dominación (como
el esclavismo o el régimen feudal) en el hecho de que las clases
dominantes delegan el manejo del Estado en políticos profesionales, a
los que controla indirectamente. Dicho control se realiza por distintos
medios: el monopolio de los medios de producción, de la banca, de la
tierra, de los medios de comunicación y por la... corrupción. La clase
capitalista premia a sus políticos con salarios muy superiores a los de
un trabajador, pero además los retribuye con fuertes ‘retornos’. Por esa
vía, el político electo por el pueblo pasa a depender del capitalista
que lo sobornó. Lejos de “democratizar la política”, la corruptela es un
medio de asegurar el manejo del Estado por los capitalistas. Lo prueba
Menem con Bunge Born y el Citibank, De la Rúa con el grupo Siemens o los
bancos del megacanje, Kirchner con los Eskenazi, Cristóbal López y cía.
o Macri con la JP Morgan y Deutsche Bank.
Aunque Brienza trabaja de historiador, demuestra su incapacidad para
juzgar históricamente a la corrupción. El gobierno de Lincoln fue de los
más corruptos de la historia, pero usó la corrupción para comprar
voluntades a favor de las leyes contra la esclavitud. Incluso en este
caso ‘revolucionario’ se mostró el carácter conservador de la
corrupción, dado que sirvió para compatibilizar las disposiciones contra
el esclavismo con un personal político reaccionario, que sólo estaban
dispuesto a votarlas si recibía a cambio coimas o sobornos. Pero estamos
ahora en otra etapa histórica. En el capitalismo, en su etapa de
descomposición, la corrupción se transforma en un recurso para
incrementar la tasa de beneficio del capital. La plusvalía que no se
logra fabricando autos o camiones se obtiene con el narcotráfico o la
trata de mujeres y niños. Todos estos negocios sucios se hacen con la
complicidad del Estado, de sus políticos, jueces y fuerzas de seguridad.
Lo hemos visto hasta el hartazgo en la Argentina en la última década,
con el crecimiento exponencial del tráfico de drogas, que financia las
campañas políticas, o de la trata de mujeres, que manejaron gobiernos
enteros, como el de Tucumán. Estas bandas se entrelazan también con la
burocracia sindical, que acentúa su carácter criminal en el manejo de
los sindicatos, con el apoyo cerrado de todos los gobiernos. Dicho esto
se plantea una segunda conclusión: la corrupción no es sólo el factor de
control de los políticos por parte de los capitalistas, sino que es un
factor que acentúa la descomposición y la criminalización de la vida
política en general.
A nadie se le escapa, sin embargo, que el divague pro-corrupción de
Brienza tiene como único propósito salvar al kirchnerismo de su
descomposición imparable. Luego de una década de fervoroso menemismo,
Néstor Kirchner debutó como presidente proclamando como objetivo
estratégico “reconstruir a la burguesía nacional”. Para ello decidió
usar los recursos del Estado hasta el final, financiando con subsidios a
empresarios como Cirigliano, a importadores de combustible como los
Eskenazi, o concesionarios que manejan privatizadas -como Mindlin de
Edenor. A cambio sólo pedían un retorno, que fue a engrosar el
patrimonio injustificable de los Jaime, Schiavi, De Vido o la propia
Cristina Kirchner. Después de dilapidar los fondos públicos hasta el
final fueron a buscar a Chevron, también asegurándole negocios off shore
mediante acuerdos comerciales confidenciales con YPF. El fracaso de
esta estrategia terminó con la camarilla procesada por la Justicia y
Macri como presidente.
Brienza pide
que se “saquen la careta para hablar de corrupción”. Reconozcamos que
él dio el primer paso, apoyando y hasta embelleciendo la corruptela del
gobierno anterior. Podríamos no criticarlo, porque se hunde solo. Pero
como lo hace desde un diario gestionado por sus trabajadores, es
necesario salirle al cruce.
Flaco favor le hacen a la
lucha de los compañeros de Tiempo Argentino y del Grupo 23 estos
defensores de sus verdugos, empezando por el corrupto y vaciador Sergio
Szpolski.
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